Para Juan Carlos, a quien gloso (plagio) sin pudor
Crecí
en el norte de México. La mayor fuente de poesía que conocí en la
infancia fueron los corridos: octosílabos bravíos e ingenuamente épicos
que celebran vida, fulgor y muerte de pistoleros, narcotraficantes y
vendedores de armas. Música interpretada por Los Cadetes de Linares,
Ramón Ayala o Los Tigres del Norte. Nombres de personajes que se
grabaron para siempre en mi memoria: Chito Cano, Gerardo González,
Emilio Varela, El Rojo… Héroes sentimentales que, más que trágicos,
resultaban ejemplares: encarnaban la incontestable prueba verbal (una
prueba absoluta por ficticia: casi ninguno de ellos es histórico) de que
aún era posible responder ciudadanamente, desde la ilegalidad y a punta
de balazos, a la corrupción, la masacre de estudiantes, el abuso de
autoridad y la incompetencia de los gobiernos priístas –buitres
mitológicos que devoran cíclica e impunemente las vísceras de nuestro
país.
Hoy la realidad de la violencia armada en México ha sustituido con
brutalidad aquella visión lírica de mi infancia, revelando una verdad
que sucesivamente aparece en la historia de distintas naciones: la
poesía contiene en sí un esplendor, una elegancia y una verdad cuyo
centro de equilibrio es ambiguo. Lo mismo que puede decirse de un AK-47.
Personajes semejantes a los cantados por el corrido norteño volaron
hace unos meses, de un granadazo, una camioneta estacionada a 100 metros
de mi casa. Descargan sus armas en la calle sin importarles el destino
de las balas perdidas. Muchos de estos antihéroes son más jóvenes que
mis hijos: tienen quince, catorce años. Su criminal, casi animal
inocencia me recuerda un poema de Ted Hughes: “I kill where I please
because it is all mine. There is no sophistry in my body: my manners are tearing off heads”. Su pérdida de perspectiva social no es sino un aspecto de su pérdida de perspectiva humana: de su autoaborrecimiento.
Otro aspecto de esta misma podredumbre lo representan las
instituciones: tras once años de cambio (el arribo de elecciones
democráticas en el año 2000 llevó al poder a un partido de oposición por
primera vez en 75 años), México ha dejado de parecerse a un melodrama
familiar protagonizado por un padre autoritario, ebrio, abusivo, imbécil
y represor, para comenzar a parecerse cada vez más a un spaghetti
western –ultraviolencia y humor cruel incluidos. Son muchos los
argumentos que se exhiben, nacional e internacionalmente, para
justificar al presidente Felipe Calderón, y en ciertos casos se trata de
reflexiones sensatas. Sin embargo, y más allá de todo partidismo, basta
un solo argumento para derribarlos: la política interna en materia de
seguridad instrumentada por el gobierno mexicano fracasó. Afirmar
cualquier otra cosa es un insulto a la memoria de 50 mil cadáveres.
¿Qué está haciendo la poesía mexicana actual para hacerse cargo, desde la imaginación y los procesos cognitivos, de semejante caos?... Ante todo –y pese al contrarreformismo de unos cuantos grupos de poetas ingenuos, oportunistas y hasta alguno que otro llanamente imbécil– está apostando por la ironía. No hablo de humor y/o payasada: hablo de distancia histórica; de una inteligencia y una sensibilidad comprometidas a acotar el –a veces peligroso– romanticismo de lo líricamente cierto, de lo cómodamente sublime. Poetas como Luis Felipe Fabre, Juan Carlos Bautista, Carla Faesler, José Eugenio Sánchez, Minerva Reynosa u Oscar de Pablo, por citar unos cuantos, han tomado en sus manos la tarea de vincular el universo de la estética popular mexicana (desde la música folclórica hasta la militancia izquierdista, el cabaret gay, la fe en los ovnis o las B movies) con lo que se ha llamado –pretenciosamente– Alta Cultura Mexicana. Tanteando a veces con mayor y a veces con menor fortuna, estos poetas asumen un compromiso con el país que va más allá del inmediatismo (¿qué caso tiene denunciar con lirismo patético un padecimiento que el mundo conoce diariamente a través de la prensa?), el conformismo o la militancia. Los admiro porque en sus obras encuentro una (sufrida y secreta) dimensión de lo sublime. Una versión de la profética lírica que comparto: si nuestro mundo fracasó, habremos de asumir que nuestra poética ha fracasado; tendremos que reinventarla toda, desde sus cimientos, traicionando –por amor al presente– todo aquello que nos dijeron que somos.
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Julián Herbert (Acapulco, 1971) vive en Coahuila desde 1980. Es autor de los libros de poemas El nombre de esta casa (Tierra Adentro, 1999). La resistencia (filodecaballos, 2003), Autorretrato a los 27(Eloísa Cartonera, Buenos Aires, 2003) y Kubla Khan (Era, 2005). Ha publicado también la novela Un mundo infiel (Joaquín Mortiz, 2004) y el libro de cuentos Cocaína (manual de usuario) (Almuzara, España, 2006). Compiló junto a Rocío Cerón y León Plascencia Ñol el volumenEl decir y el vértigo. Panorama de la poesía hispanoamericana reciente (1965-1979) (filodecaballos,
2003). Obtuvo el Premio Nacional de Literatura “Gilberto Owen” 2003 en
la rama de poesía y el V Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola
(2006). Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Es
vocalista del grupo de rock Madrastras.
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