domingo, 28 de agosto de 2011

Algunas cosas

Estas son algunas pequeñisímas cosas que me rodean, sólo algunas.
Una mano que ahora me sustenta, que me dice cosas que aún no comprendo
que me hace suspirar, y volverme cursi, y tonta de amor.
Un par de monedas, que aún no sé qué significan,
Un boligrafo con el que hago anotaciones, garabatos, y otras cosas indescriptibles. Escribo intentos de poemas, de canciones, de cada cosa que se me ocurra. Estas son algunas pequeñesímas cosas que me rodean, por no enmarcar todo lo que me cubre.


Fotografías: Karen Valladares

viernes, 26 de agosto de 2011

Dialogo entre un descendiente de Noé y un pájaro


De: Susan Sontag


Cuéntame un cuento -dijo una de las descendientes de Noé-. Sí, cuéntame un cuento.
-¿De qué clase? Mmmm. Puedo contarte uno con final feliz.
-No seas condescendiente. Puedo tolerarlo. Sólo cuéntame un cuento.
-Entonces te contaré uno con final triste. Pero después de un rato ya no prestarás atención. Estarás inquieta, con la mirada distraída. Y te preguntaré lo que ocurre y me responderás que ya has oído ese cuento antes. Me dirás que no tenía por qué haber terminado tan mal.
-¿Sólo hay dos clases de cuentos? No es cierto.
-Ay, el cielo es amplio. Ay, el océano, profundo. Y todos los cuentos ya han sido contados, ay, ay, ay...
-¡Basta! Sólo quieres atemorizarme. Pero es inútil, no tiene remedio. Debo mantener el ánimo en alto. Sé que eres un pájaro agorero. Te gusta atemorizarme.
-¿Agorero yo? Te equivocas. Me encanta estar vivo. Precipitarme, lanzarme y posarme donde me apetece. Lo que ocurre es que si observo mi entorno no puedo sentir más que desánimo.
-Escucha, se supone que eres el portador de buenas nuevas.
-Sólo puedo relatar lo que veo.
-Pues vuela, entonces. Y no vuelvas hasta que puedas contar algo optimista.
-¿Ves? Te lo dije, no quieres oír malas noticias.
-Vaya, es que no quiero escuchar malas noticias siempre. No me lo reproches.
-Bien, lo intentaré de nuevo. No creas que me gustan las calamidades, claro que no. Así que quieta aquí y déjame echar otro vistazo.
-¡Espera!
-¿Qué?
-No te distraigas por ahí. Quiero decir, no hagas el tonto. Es decir, sólo trae las noticias.
-Primero me riñes por agorero, y ahora me reprochas que lo pase bien. Pero no puedo evitarlo. El éxtasis es lo mío. Soy un artista, ya lo sabes.
-¿El éxtasis, dónde?
-Por doquier.
-Vaya suerte.
-Qué, ¿nunca lo has sentido?
-Claro, pero...
-Sí, ya sé. Pero entonces algo te desanima. Cargas con todas estas posesiones que tanto te importan y tienes que guardar y remplazar, y todos tus ambiciosos proyectos y tu crasa parentela, y...
-No hables de mis parientes, ¿te queda claro? Se esfuerzan mucho.
-Todos os esforzáis. Sobre todo en ignorar las malas noticias hasta que vienen a posarse en tu regazo.
-Y ¿por qué no habríamos de albergar esperanzas? Considera a cuánto hemos logrado sobreponernos. Y aquí estamos, todavía. Perduraremos. Lo sé.
-Eso espero. Ojalá estés en lo cierto. En todo caso, yo me voy.
-Pero, ¿volverás?
-Sin duda.
-¿Me lo prometes?
-Desde luego que volveré.
***
-Vaya, ¡te has retrasado!
-Lo siento. Me lo estaba pasando bien.
-¿Y qué más?
-Estaba buscando buenas noticias.
-¿Y?
-Pues bien, siempre hay alguna buena noticia, si eso es lo que quieres saber. Te ruego que no creas que disfruto con tu preocupación.
-Vamos, preocúpame.
-Nada parece estar marchando muy bien allá. Vi cosas muy perturbadoras.
-Estoy segura de que te desviaste para encontrarlas.
-No hizo falta ir muy lejos.
-Quizás no te parezcan bien a ti. Quizás mi punto de vista es distinto.
-Muy bien, prueba tú. Traigo algunas fotos.
-Vaya, fotos. ¡Qué bien!
-Míralas.
-¡Dios mío, es la luna! Las aguas retrocedieron y recalamos en la luna. Alabado sea el Señor.
-No, es el desierto.
-Ah. Mira, éstas son magníficas.
-Gracias.
-Me parece muy hermoso. Estos dorados, rosados y castaños. Y el cielo. Y la luz. No veo que haya nada malo.
-Bien, no se trata sólo de mirar. Tienes que saber lo que ha estado sucediendo. Hay un cuento que acompaña las fotos. Cuando conoces el cuento, las fotos cobran otro sentido.
-Ya sé, ahora me vas a venir con lo de la maldad humana. Ya me sé la historia. Por eso hubo un diluvio.
-No, no quiero contarte algo tan general. Más bien quiero hablar de la pasividad. Y del poder. Quizás adviertas que no hay gente en las fotos. Pues esto es lo que ha hecho la gente.
-De igual modo, me parece hermoso. ¿No puedes ver el friso sutil de las ruinas a lo lejos, casi del mismo color de la arena?
-A veces, cuando las cosas son destruidas, parecen hermosas.
-¿Más hermosas?
-A veces.
-¿Y cómo lo sabes?
-Debes aprender a interpretar las señales.
-No, puro graznido.
-Graznido humano, te lo aseguro.
-¿Hay mucha gente que conoce esta historia?
-Sí. Mucha. La cuestión no está en saber sino en preocuparse.
-Pero debes aceptar que preocupaciones sobran. No puedes preocuparte por todo.
-Creo que esto debería preocuparte.
-Pero el mundo es un lugar muy amplio, ¿no es así? Quiero decir, hay mucho espacio. ¿Realmente importa lo que sucede en unos cuantos lugares? ¿Si unos lugares se estropean, arruinan o profanan? Siempre hay espacio para continuar. ¿Si se le prende fuego a unas bibliotecas llenas de libros y manuscritos viejos, si se saquean unos cuantos museos? Al mundo le sobran más cosas viejas, si eso es lo que te gusta ver.
-Debes de ser de Estados Unidos.
-¿Cómo?
-No importa.
-Creo que le contaré esta historia a unas cuantas personas. ¿Les puedo mostrar las fotos?
-¿Por qué no?
-No vueles ahora. Quédate en tu percha. ¡Volveré antes de que me eches de menos!
***
-¿Me echaste de menos?
-¿Qué dijeron los demás?
-Dijeron que las fotos eran hermosas.
-¿Es todo?
-Dijeron que también estaban inquietos.
-¿Qué más?
-Dijeron que no había nada que hacer.
-¿Eso dijeron? ¿Todos?
-Bueno, no todos...
-Y...
-Dijeron que el mundo allí fuera es cruel.
-Yo diría que el mundo también es cruel aquí dentro. En tu, ¿cómo le has llamado?, arca.
-Nos las arreglamos.
-Ya veo.
-¡De verdad! Sólo tenemos que, mira, reducir nuestras expectativas.
-A medida que todo empeora.
-Exacto.
-¿Y ahora quién es el pesimista?
-No es pesimismo. Es realismo.
-Sí, claro.
-Y también me advirtieron de que me tomara con un grano de sal lo que decías. Dijeron que eras un artista.
-Yo ya te dije eso.
-Creí que tu labor era traer noticias.
-Los artistas también hacen eso.
-Sí, malas noticias.
-No siempre, te lo aseguro.
-Dijeron que a los artistas les gusta centrarse en los desastres. Que se deleitan en las malas noticias. Y que son moralistas ingenuos que no comprenden las leyes de hierro de la historia. Y (no te rías) del progreso.
-¿Cómo cuáles?
-Bien. El porqué tienen que hacer eso. La gente que todo lo domina. Por qué tienen que destruir el desierto. Y, a veces, las ciudades y los pueblos. Lo que me mostraste en las fotos.
-¿Por qué, entonces? Dímelo tú.
-Porque tenemos enemigos. Enemigos malévolos. Hemos de estar preparados. Tenemos que defendernos. Tenemos que ir allá y detenerlos antes de que sean lo bastante fuertes para hacernos algo.
-¡Loro!
-Oye, no todos somos pájaros aquí.
-¿De verdad te crees lo que acabas de decir?
-Mira, estoy pensando en lo que me comentas. Es una pena, en verdad. Las marismas se convirtieron en desierto. El desierto profanado. Y lo que le sucedió a los animales. Y a la agente y a lo demás. Pero hay muchas otras consideraciones, políticas, económicas, científicas, que no comprenderías. Eres un vagabundo. Eres un artista.
-Es cierto. No tengo ataduras. Como un pájaro.
-Digamos.
-Veo que has conocido a muchos artistas.
-Si te he ofendido, lo lamento.
-¡Dios mío, dame fuerzas! ¡Estos ilusos tan...!
-A mí no me graznes. Yo no fui. Yo no devasté el desierto. No maté a los animales. Ni masacré a los conscriptos. No prendí fuego a la biblioteca ni saqueé el museo de antigüedades.
-¿Sabías que durante la primera guerra del Golfo se mostraban películas pornográficas a los pilotos justo antes de que los enviaran a sus misiones de bombardeo?
-Pilotos de Estados Unidos.
-Así es.
-Oye, ésa ha sido práctica en más guerras coloniales norteamericanas que las que puedo contar. Pero los estadounidenses no inventaron el vínculo entre la testosterona y el placer de dar muerte, sobre todo de dar muerte desde lo alto de los cielos a gente indefensa en tierra, del mismo modo que es el único país que envenena su propio territorio.
-¿Qué quieres decir?
-Que todos hacen lo mismo en cuanto se les presenta la oportunidad. Así pues, ¿por qué te metes con Estados Unidos?
-Supongo que porque soy un artista estadounidense.
-¿Estás poniéndote sarcástico?
-¿Yo?
-Sí, tú.
-Hasta pronto, yo me largo al desierto de la alegría.
-Sabes, antes de que te marches, debes reconocer que la naturaleza es violencia.
-Y la naturaleza humana.
-Sí. Aunque no todos se comportan tan mal como la gente puede llegar a comportarse.
-Como si fuera perenne. Eso está sucediendo ahora mismo.
-Pues yo no soy una de las perpetradoras. La gente que de hecho hace esto ni siquiera hablaría con una criatura como tú. La gente que hace esto sólo alzaría una arma y te borraría de los cielos.
Se escucha un aletear de alas.
-¡Oye! ¡No te vayas! ¡No soy una de los dirigentes del planeta! ¡Soy una pobre criatura como tú! No te... vayas.
*
Aquí estoy de vuelta.
Silencio.
-¿Hola?
-Creí que no ibas a volver.
-Ay, soy un pájaro persistente.
-¡Sin duda alguna! Pero, en serio, te admiro porque no te has dado por vencido.
-Pensé que si seguía cantando, lo comprendería finalmente.
-Pues sí, la tenacidad es una de las virtudes. Y las fotos son inolvidables. He de reconocerlo. Tus paisajes de catástrofe.
-Pero te gustaría olvidar lo que te he mostrado, ¿no es así?
-Claro que sí. ¿Quién quiere sentirse más desamparado?
-Pero no lo olvidarás.
-Aunque me quedara ciega no podría olvidar esas fotos.
-Es curioso que menciones la ceguera. Pues ése era el tema de la homilía que tenía intención de pronunciar. ¿Lista para la homilía?
-Dispara.
-Dios mío.
-Vamos, es una broma.
-No hay bromas.
-Tienes que tener sentido del humor. Para sobrevivir.
Silencio.
-Vale, pues.
Silencio.
-En serio, estoy escuchando.
-Mi homilía. Acaso lo sepas o no, pero hay dos clases de ceguera. La retiniana, que causa deterioro ocular, y la cortical, que resulta de una lesión en el cerebro y deja los ojos intactos.
-Qué interesante.
-El punto es que la gente con ceguera cortical ve, en algún sentido, es decir, recibe impresiones visuales en la conciencia. Pero se considera ciega porque esas impresiones no pasan a la plaza más pequeña de la conciencia. Esto ha sido demostrado en un experimento reciente.
-Me gustan los experimentos.
-Sí, ya lo sé. Bien, en todo caso, imagina una persona con ceguera cortical en un lado, por ejemplo, digamos, el derecho. La sientas a la mesa. Giras su cabeza a la izquierda. Colocas unos objetos, digamos, una taza de café y un candelabro, en la mesa, a la derecha. Si preguntas. ‘‘¿Qué ves en el lado derecho de la mesa?" La respuesta es: ‘‘Nada. Ya sabes que estoy ciego de ese lado". Pero si replicas: ‘‘Sí, es cierto, no puedes ver de ese lado, estás ciego. Pero supongamos que pudieras ver, imagina que puedes ver. ¿Dónde crees que están los objetos en la mesa?" Y entonces, oh milagro, apenas dudándolo, la persona ciega extiende el brazo, abre la mano un poco en busca del candelabro, y la abre más para la taza.
-¡Vaya! ¿En verdad?
-Sí. Pero ésta es una historia. Me pediste un cuento. Esta es una parábola.
-¿Y cuyo sentido es...?
-Que lo mismo sucede con nuestras acciones. De igual modo que sabemos mucho más de lo que nos damos cuenta, podemos hacer mucho más de lo que nos creemos capaces. Formula la pregunta directamente: ¿Qué podemos hacer para evitar la destrucción del planeta y la creciente ola de violencia humana? La respuesta tiene que ser: Nada. ¿Los seres humanos contra los animales, los hombres contra las mujeres, la historia contra la naturaleza? Nada. Pero qué sucede si decimos: De acuerdo, no puede evitarse. Sin embargo, si imaginamos, sólo como hipótesis, aunque desde luego es imposible...
-Ya veo -dijo la descendiente de Noé.
-Sí -respondió el pájaro-. Otro marco para la voluntad. Porque está tan claro como el día y la noche: los bosques están siendo arrasados; las aguas, envenenadas; el aire se está oscureciendo y volviendo tóxico. Y los gobiernos presuntuosos continúan proyectando su poder con éxito: para conmocionar y asombrar, masacrar, explotar y despojar. Es cierto, no se puede salvar al mundo. Pero, ¿si actuamos de todos modos como si pudiera salvarse? Pues entonces...
-Ya veo -repitió la descendiente de Noé.
-Sí -dijo el pájaro agorero, algo más animado-. Casi es posible que se pueda salvar el mundo.
Texto de la escritora y activista estadounidense incluido en el primer número de la revista Granta en español, que se reproduce con autorización de sus editores

Traducción: Aurelio Major

lunes, 8 de agosto de 2011

Emily DIckinson

Degusto un licor nunca destilado en cálices tallados en perlas.
¡Ni todas la cubas del Rin rinden un alcohol semejante!  
Borracha de aire y corrupta de rocío  
me tambaleo por interminables días de verano desde posadas de líquido azul. Cuando los posaderos echen a la abeja ebria de la puerta 
de la digital cuando las mariposas renuncien a sus néctares  
¡yo beberé aún más!  
hasta que los serafines agiten sus sombreros nevados
y los santos corran a las ventanas
para ver a la pequeña bebedora apoyada contra el sol.

(c. 1860)


Despega la alondra y encontrarás la música
bulbo tras bulbo, revestida de plata
apenas entregada a la mañana de estío
guardada para tu oído cuando el laúd sea viejo.
Suelta la inundación, lo verás patente
borbotón tras borbotón, reservado para ti.
¡Experimento escarlata! ¡Escéptico Tomás!
Ahora, ¿dudas de que tu pájaro fuera real?
(c. 1864)

viernes, 5 de agosto de 2011

Katherine Mansfield, sopla el viento








Repentinamente... horriblemente... ella se despierta. ¿Qué ha ocurrido?
Ha ocurrido algo horrible. No, no ha ocurrido nada. Es sólo el viento que estremece la casa, sacudiendo las ventanas, golpeando un hierro del techo y haciendo temblar su cama. Las hojas pasan aleteando frente a su ventana, alejándose hacia arriba; en la avenida un periódico completo se agita en el aire como una cometa perdida y cae clavándose en un pino. Hace frío.
El verano ha terminado... es otoño, todo es feo. Los carros pasan ruidosamente, balanceándose de lado a lado; dos chinos avanzan a pasitos cargados con un balancín de madera del que penden los cestos cargados de verduras... sus coletas y sus blusas azules volando al viento. Un perro blanco
de tres patas pasa aullando frente a la cerca. ¡Todo ha terminado! ¿Qué ha terminado? ¡Oh, todo! Y ella empieza a recogerse el pelo con dedos temblorosos, sin atreverse a mirar en el espejo. En el vestíbulo, mamá habla con la abuela.
–¡Una perfecta idiota! Imagínate, dejar todo en la cuerda con un tiempo como éste... Ahora mi mejor mantel de Tenerife está hecho jirones. ¿Qué es ese olor tan raro? ¡Se quema el guisado! ¡Oh, cielos, este viento!
A las diez tiene lección de música. Ante esta idea, empieza a sonar en su cabeza el movimiento en tono menor de Beethoven, con sus trinos largos y terribles como el redoble de pequeños tambores... Marie Swanson corre por el jardín de la casa de al lado para recoger los crisantemos antes de que se destrocen. La falda se le vuela por encima de la cintura, ella trata
de bajársela, de metérsela entre las piernas mientras se agacha, pero de nada sirve... el viento se la levanta. Todos los árboles y arbustos se agitan a su alrededor. Ella arranca las flores tan rápido como puede, pero está muy aturdida. No sabe lo que hace: arranca las plantas de raíz y dobla y retuerce los tallos, patalea y maldice.
–¡Por el amor de Dios, dejen cerrada la puerta del frente! ¡Entren por atrás!
–grita alguien. Y después la voz de Bogey:
Mamá, te llaman por teléfono. Teléfono, mamá. Es el carnicero.
¡Qué horrible es la vida... un asco, simplemente un asco! Y ahora, para colmo, se le ha roto el elástico del sombrero. Por supuesto. Se pondrá su vieja boina y se escabullirá por atrás. Pero mamá la ha visto.
–¡Matilde! ¡Matilde! ¡Regresa de inmediato! ¿Qué diablos te has puesto en la cabeza? Parece un cubretetera. ¿Y por qué tienes esa melena cubriéndote la frente?
–No puedo demorarme, mamá. Llegaré tarde a mi clase.
–¡Regresa de inmediato!
No lo hará. No lo hará. Odia a su madre.
–¡Vete al infierno! –grita, y corre calle abajo.
En olas, en nubes, en grandes remolinos el polvo golpea, trayendo con él briznas de paja y pedregullo y abono. Los árboles de los jardines rugen y, desde el fondo de la calle donde vive el señor Bullen, llega el lamento del mar: “¡Ah... ah...!”
Pero la sala del señor Bullen está silenciosa como una caverna. Las ventanas están cerradas; entrecerrados los postigos, y ella no ha llegado tarde. La chica-que-está-antes ha comenzado a tocar “A un iceberg”, de MacDoweIl.
El señor Bullen le lanza una mirada y esboza una sonrisa.
–Siéntate –le dice. Siéntate en un rincón del sofá, damita.
Qué divertido es. No es que se ríe de uno, exactamente... pero hay algo...
¡Oh, qué tranquilo está todo aquí!
Le gusta esta habitación. Huele a sarga, a humo rancio y a crisantemos...
hay un gran jarrón lleno de crisantemos sobre la chimenea, junto a la desteñida fotografía de Rubinstein... a mon ami Robert Bullen... Sobre el negro y reluciente piano está colgado “Soledad”, un cuadro que representa a
una mujer morena y trágica vestida de blanco, sentada sobre una roca con las piernas cruzadas y el mentón apoyado en las manos.
–¡No, no! –dice el señor Bullen, y se inclina sobre la otra chica y toca ese pasaje en el piano, pasando sus manos por encima de los hombros de la otra. ¡La muy estúpida... se sonroja! ¡Qué ridícula!
Ahora la chica-que-está-antes se ha ido, la puerta del frente se cierra de un portazo. El señor Bullen regresa y camina de arriba abajo muy suavemente, esperándola. ¡Qué extraordinario! Sus dedos tiemblan tanto que no puede deshacer el nudo de su carpeta de música. Es el viento... Y su corazón late con tanta violencia que le parece que le levanta y le baja la
blusa con cada latido. El señor Bullen no dice una palabra. En el ajado y rojo taburete del piano entran dos personas. El señor Bullen se sienta junto a ella.
–¿Empiezo con las escalas? –pregunta ella, retorciéndose las manos–. También tenía unos arpegios.
Pero él no responde. Ella cree que ni siquiera la ha oído... y entonces, derepente, su fresca mano, la que tiene el anillo, se extiende y abre el tomo de Beethoven.
–Vamos a hacer algo del viejo maestro –dice.
Pero por qué le habla con tanta amabilidad... con tantísima amabilidad...
y como si se conocieran desde muchísimo tiempo atrás, y lo supieran todo uno de otro.
Lentamente, él vuelve la página. Ella observa su mano... es una mano hermosa y siempre parece recién lavada.
–Estamos aquí –dice el señor Bullen.
Oh, esa voz amable. Oh, ese movimiento: en tono menor. Aquí vienen los pequeños tambores...
–¿Hago la repetición?
–Sí, pequeña.
Su voz es demasiado, demasiado amable, las corcheas y los trinos bailan de arriba abajo en el pentagrama como negritos sobre una cerca. Por qué es tan... Ella no llorará... no tiene por qué llorar...
–¿Qué te pasa, pequeña?
El señor Bullen le toma las manos. Su hombro está justo junto a su cabeza.
Se apoya un poquitito en él, pone su mejilla contra la áspera tela.
La vida es tan horrible –murmura, pero no siente en absoluto que sea horrible. Él dice algo acerca de “esperar” y “marcar el tiempo” y “ese raro ser que es una mujer”, pero ella no lo escucha. Es tan cómodo esto... para siempre...
De repente la puerta se abre y aparece Marie Swanson que ha llegado horas antes de su clase.
–Toca el alegretto un poco más rápido –dice el señor Bullen, y se levanta y empieza a caminar de arriba abajo una vez más.
–Siéntate en el rincón del sofá, damita –le dice a Marie.
***
El viento, el viento. Es aterrador estar aquí sola en su cuarto. La cama, el espejo, el jarro y la jofaina blancos relucen como el cielo. La cama es lo más aterrador. Allí está, profundamente dormida... ¿Acaso mamá se imagina por un momento que ella zurcirá todos esos zoquetes anudados sobre la colcha que parecen serpientes? No lo hará. No, mamá. No veo por qué
debo hacerlo... ¡El viento... el viento! Hay un raro olor a hollín que se cuela
por la chimenea ¿Alguien le ha escrito poemas al viento...? “Traigo flores frescas a las hojas y lluvia”... ¡Qué tontería!
–¿Eres tú, Bogey?
–Vamos a caminar por la explanada, Matilde. No aguanto más.
–Ahora mismo. Me pondré el impermeable. ¡Qué día espantoso!
El impermeable de Bogey es igual al de ella. Abrochándose el cuello, se mira en el espejo. Tiene el rostro pálido, los dos tienen los mismos ojos
excitados y los labios calientes. ¡Ah, qué bien conoce a esos dos del espejo!
Hasta luego, querido, regresaremos pronto.
–Esto es mejor, ¿no es cierto?
–Agárrate de mi brazo –dice Bogey.
No pueden caminar tan rápido como quisieran. Con las cabezas gachas, apenas rozándose las piernas, dan zancadas como una sola y ansiosa persona a través de la ciudad, por el asfalto que zigzaguea y junto al que
crece salvaje el hinojo, hasta llegar a la explanada. Oscurece... empieza a oscurecer. El viento es tan fuerte que tienen que esforzarse por avanzar,
tambaleándose como dos borrachos. Todas las pobres plantitas de pohutukawa de la explanada se doblan hasta el suelo.
–¡Vamos! ¡Vamos! ¡Acerquémonos más!
El mar está muy alto por encima de la escollera. Se quitan los sombreros y el pelo se les vuela hasta la boca, con gusto a sal. El mar está tan revuelto
que las olas no rompen sino que golpean contra el áspero muro de piedra,absorbiendo las algas de los goteantes peldaños. Una fina llovizna de agua
de mar azota la explanada. Bogey y ella están cubiertos de gotas, en la boca siente un sabor frío y húmedo.
A Bogey le está cambiando la voz. Cuando habla recorre todos los extremos de la escala. Es divertido... hace reír... y de algún modo está de acuerdo con
el día. El viento se lleva sus voces... lejos vuelan sus frases como delgadas saetas.
–¡Más rápido! ¡Más rápido!
Ya está muy oscuro. En el puerto, las barcazas carboneras tienen dos luces:
una en el mástil y otra en la popa.
–Mira, Bogey. Mira allí.
Un gran vapor negro que deja escapar una larga columna de humo, con las escotillas iluminadas, con luces en todas partes, está saliendo al mar. El viento no lo detiene, corta las olas en dirección al paso que se abre entre las rocas puntiagudas, en camino a... Es la luz lo que lo hace parecer tan bello y misterioso... Ellos están a bordo, con los brazos entrelazados y apo-
yados en la barandilla.
–... ¿Quiénes son?
–... Son hermanos.
–Mira, Bogey, allí está la ciudad. ¿No parece pequeña? Allí está el reloj del correo dando la hora por última vez. Allí está la explanada por la que
caminamos aquel día ventoso. ¿Te acuerdas? Aquel día lloré en mi clase de música... ¡Cuántos años atrás! Adiós, islita, adiós...Ahora la oscuridad extiende un manto sobre las aguas revueltas. Ya no se ven las siluetas de esos dos. Adiós, adiós. ¡No nos olviden!... Pero, ahora el barco se ha ido.
El viento... el viento.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Punto G. Jessica Sanchèz





(Lima, Perú, 1974) Nacionalidad hondureña/ peruana. Licenciada en Letras, con una maestría en Estudios de Género. Ha trabajado con organizaciones de mujeres y ha realizado investigaciones para organismos internacionales como la OIT y el BID.

Medalla de plata en los Juegos Florales de Santa Rosa de Copán, 2002. Es miembro de la Red de escritoras latinoamericanas. Ha trabajado en producción y distribución de la revis ...ta Letras de la UNAH- VS, (1995-2001). Coordinadora del Consejo Editorial “Capiro” (2000-2002). Diseño y montaje de la campaña radial sobre Derechos Humanos de las Mujeres en Honduras (1996-1999). Tiene algunos trabajos publicados en: Antología de poemas. Mujeres poetas en el país de las nubes. México D.F. (2001-2003). Coproductora de La llorona: Agenda de mujeres hondureñas (1995). Ha publicado trabajos en Ciencias Sociales. Compiló la Antología de cuentistas hondureñas (Letra Negra, 2005).Incluida en la muestra de la nueva Narrativa sampedrana "Entre el parnaso y la maison" (2011)

Punto G

A mis amigas
y al Gordo, por supuesto.


Mi primer orgasmo me agarró de pura casualidad. Adolescente y enamorada, poco sabía de las virtudes del amor y el sexo, no más de lo que mis pensamientos afiebrados me permitían; encerrarme en mi cuarto, cerrar los ojos e imaginar escenas lascivas de besos, cuerpos desnudos y humedad, mientras notaba cómo un calor intenso se iba adueñando de mis miembros y rogaba que no me entrara la fiebre, porque entonces tendría que inventar una y mil excusas para justificar la calentura.

Ese día, concretamente esa noche, pensaba en él. En la cama, mientras mis fantasías rodeaban mi cuerpo, empecé a tocarme lentamente los senos y bajé hasta el ombligo y el vientre, deteniéndome brevemente en cada uno. Luego encontré el monte de Venus y mis dedos bajaron audaces hasta los labios mayores, acariciándolos poco a poco, saboreando el momento, mientras yo misma me decía dulces palabras de amor. Y de pronto me detuve. Como en un flash, recordé la vez que mi madre me sorprendió tocándome la vulva y me regañó fuertemente “¡Las niñas no hacen eso! ¡eso es malo! ¡una se toca eso solo para bañarse!”. Pensé qué cosa podía ser tan mala como para referirse a ella como “eso”; así que no le hice caso y lo intenté otra vez; y otra. Hasta que mi madre me pescó por el olor de mis manos. “Tus manos huelen raro”, dijo, me las tomó de improviso y las llevó a su nariz, olfateándolas, como gata salvaje. Luego me pegó en las manos y me dijo que si volvía a sorprenderme en esa clase de actos me iba a ir peor. Me envió a lavarme, con la pronta advertencia de que “las madres todo lo sabemos”. Sin embargo, yo aprendí una cosa: cuidado con los olores. En especial con ese olor dulce y picante que delataba la presencia de esa humedad que existe entre mis piernas.

El resto lo hizo la escuela de monjas: “Dios está en todas partes, por mucho que te escondas, por muy oscuro que sea el lugar donde estés, ahí está Dios viéndote”. No fue tanto el temor de que Dios me viera haciendo algo incorrecto, sino la idea de un Dios voyerista que perdía el tiempo espiando esa clase de acciones, mientras había cosas más importantes que supervisar. Me molestó y no lo volví a intentar, hasta ese día.

Después de la reflexión seguí. Deseché todas las ideas de un plumazo, diciéndome que ahora que estaba grande y enamorada bien podía enfrentarme a algún tipo de acusaciones formales. Y encontré mi pedacito redondo y rosado, que me había causado tantas sensaciones inciertas de pequeña. Empecé a jugar con él, primero de pasadita, luego con movimientos circulares, mientras una sensación desconocida en las entrañas me iba subiendo por el vientre, pidiéndome más, cada vez más. Paré y seguí, intermitentemente, hasta que exploté. Me estremecí y quedé agotada, con la boca seca, sin saber qué hacer o qué decir. Un escalofrío recorría mi espalda, mientras observaba las diminutas gotas de sudor que aparecían en mi cuerpo. Noté algo más, no tenía fiebre.

Desde entonces, la masturbación fue mi consabido remedio para las alteraciones bruscas de temperatura y para las ansiedades más recurrentes, así como una eficaz alternativa contra:

A: Malos amantes
B: Novios acosadores y/o con instintos violentos
C: Eyaculadores precoces
D: Rupturas imprevistas de condón y embarazos no deseados.

En los años siguientes se inició una búsqueda frenética por encontrar el Punto G. En los libros, en las conversaciones de las amigas, en una rueda colectiva donde cada una hacía su representación onomatopéyica del orgasmo: gemidos audaces, fuertes, roncos, pujidos, la mayoría de las veces casi bramidos salvajes. Nada parecido a la hilera de gritos histéricos que emiten las actrices en la televisión.

Probé con las láminas y los amantes. Explico, por un lado miraba atentamente las láminas de biología, para ver en qué punto —según las referencias bibliográficas— se encontraba el Punto G. A partir de allí, les decía a mis amantes: “allí no, un poco más arriba, de este lado, sí, tal vez allí”. Con los años jamás pude encontrarme el dichoso punto, que con solo tocarlo me haría estremecer de placer y tener múltiples orgasmos. Nada de eso.

Hasta que conocí al Gordo, en un bar, es mejor que decir: en una aburrida reunión política de objetores de conciencia y, cosa rara, estuvimos hablando durante horas, casi hasta el amanecer. Lo nuestro se convirtió en una relación de placer por compañía. Nada más. Sin sexo. Me hacía reír, lo confieso, una cualidad extraña en un hombre. Alguien que esté contigo para hacer que te sientas bien, para festejar la vida, nada más. Por ese entonces tenía un novio con el cual hacía las cosas formales, que deben hacer las chicas serias, salir con ellos, visitar a las familias, conversar obligadamente y llegar hasta un punto en el cual tenía que decir que “no, todavía no, un poco más arriba”, pero nada de penetración, por si las dudas. Toda esa renuencia equivalía a años de decepción y frustraciones, de promesas de matrimonio, casas, hijos y trabajos, pero ningún indicio del famoso Punto G.

Entonces decidí, en las noches de insomnio —por las calenturas mal habidas y nunca saciadas—, que nada perdía para mi investigación probar con el Gordo, ya que le tenía tanta confianza y le había agarrado tanto cariño. Lo que saliera mal podría remediarse con risas solapadas, con vergüenza, pero siempre con un toque de humor. Cuando se lo propuse fue incómodo, con un silencio y un abrazo de convencimiento a medias. Apagamos la luz del cuarto —su cuarto porque fui yo quien había ido a buscarlo. Tratábamos de mirarnos en las sombras y adivinarnos como dos animales que miden sus distancias. Poco a poco nos fuimos acercando entre besos y caricias, un beso húmedo y cálido a la vez; sus dedos empezaron a hacerme pequeñas cosquillas en el cuello y me solté a reír, mientras la imagen del novio formal pasaba a formar parte de un conjunto borroso en algún lugar vacío. Sus manos revolotearon sobre mi cuerpo, deteniéndose en las zonas más sensibles de mi cuerpo, en la espalda, en la base del cuello, en mis labios, en mi cara. Él dibujó mi cara con sus manos. Yo las besé. Me llevó a un mundo de sensaciones que solo tenían sentido, por primera vez, si estaban con él. Avancé por un camino brillante y desconocido, lleno de olores picantes, saliva y desnudez.

De pronto sentí que me consumía en un fuego misterioso, mi boca no era mía, mis manos tampoco eran mías, ni mis pies, ni mis dedos, ni siquiera mi voz. Me convertí en un manojo sudoroso de nervios pegados a la otra persona, en una especie de simbiosis donde todo era uno y donde quería ser subsumida, sin parar, hasta el fin. Una parte de mí notó que yo temblaba de una forma incontenible. Él acabó y yo todavía temblaba.  -¿Cómo te fue? —me susurró a lo lejos. —Todavía no —le respondí. Entonces bajó sus manos hasta mi pequeño tesoro rosado y sonriendo me dijo —Te ayudo. Fue entonces, con sus manos y las mías, que me perdí en un mar de gozo, desde donde una niña pequeña me miraba y le tendía la mano a la mujer que eran una sola. De una u otra manera me hallé parada en medio del sol, deseando ser el sol, implorando con una sonrisa por la luz y el calor.

Di la vuelta y me acurruqué junto a él, guarnecida. De ese modo supe que mi búsqueda había tomado una senda distinta. Ya no serían las láminas ni los libros de texto ni los comentarios fugaces los que aliviarían mi curiosidad, sino un mundo diferente de sensaciones. No necesitaría más que buscar los colores que habían empezado a abrirse paso dentro mi cuerpo: una pintura, un espejo donde estaría reflejada y me observaría sin vendajes, desnuda y voluptuosa, irreverente y confiada, sosteniendo entre mis manos las reservas inagotables, cotidianas del placer.

Mientras escribo

  Mientras escucho este playlist (194) Relaxing Soul Music ~ lets share music ~ Chill Soul Songs Playlist - YouTube Escribo sumergida en el ...