viernes, 27 de mayo de 2011

INVITACION AL RECITAL DE POESIA "´POESIA EN ROJO VIVO"

La Casa de la Cultura de El Progreso y El Movimiento Literario Poetas del Grado Cero te invita al RECITAL POESIA EN ROJO VIVO con ELIZABETH NEIRA Y LOS POETAS MÁS RECONOCIDOS DE LA COSTA NORTE DEL PAÍS.


LUGAR:  CASA DE LA CULTURA DE EL PROGRESO
HORA:    6PM

POETAS QUE LEERAN:  KAREN VALLADARES
                                           JOHN CONOLLY
                                           DARIO CALIX
                                           GUSTAVO CAMPOS
                                           OTONIEL NATANAREN
                                          

lunes, 23 de mayo de 2011

Honduras está de luto...


Roberto Sosa nació en Honduras en el departamento de Yoro, el 18 de abril de 1930. Es considerado uno de los poetas más sobresalientes de América Central y en 1968 recibió el premio Adonay por su libro Los Pobres.
(nace el 18 de abril en Yoro, Honduras). Ha ganado diversos premios a nivel internacional, como el Adonais de España. Director de revistas literarias y Galerías de Arte. Asimismo ha participado en diferentes congresos latinoamericanos. Tiene estudios de Maestría en Artes, por la Universidad de Cincinatti, Ohio, Usa. Jurado del prestigioso Premio Casa de Las Américas de Cuba. Catedrático de Literatura y escritor residente en Upper Montclair Collage, N.J., USA. En 1990 es nombrado con el grado de Caballero en la Orden de las Artes y las Letras por el Ministerio de Cultura de la República de Francia


Entre sus obras tenemos:
  • 1959: Caligramas (Tegucigalpa)
  • 1966: Muros (Tegucigalpa)
  • 1967: Mar interior (Tegucigalpa)
  • 1967: Breve estudio sobre la poesía y su creación
  • 1968: Los pobres (Madrid)
  • 1971: Un mundo para todos dividido (La Habana)
  • 1981: Prosa armada
  • 1985: Secreto militar
  • 1987: Hasta el sol de hoy
  • 1990: Obra completa
  • Antología personal
  • Los pesares juntos
  • 1994: Máscara suelta
  • 1995: El llanto de las cosas
Su obra ha sido traducida al alemán, chino, francés, inglés, italiano, japonés y ruso. Fallecio en la ciudad de Tegucigalpa el 23 de mayo de 2011




La estación y el pacto 

Ni la ventana que entredibuja el viejo campanario. 
Ni aquella ingenuidad de primer grado 
Del insecto viudo que aún sobrevuela mi infancia. 
Ni la amistad del libro: me hacen falta. 
Tus manos al alcance de mis manos 
Me faltan 
Como las compartidas soledades. 
Necesito, lo sabes, las gemelas alturas de tu cuerpo, 
Su blancura quemada. Y ese pez 
Que vuela azulinante hacia el final 
                                                         De tus desnudeces… 
Abriendo y cerrando los labios de tu fuerza 
                                                            Oscurísima.




El llanto de las cosas 
Mamá 
Se pasó la mayor parte de sus existencia 
Parada en un ladrillo, hecha un nudo, 
Imaginando 
Que entraba y salía 
Por la puerta blanca de una casita 
Protegida 
Por la fraternidad de los animales domésticos. 
Pensando 
Que sus hijos somos 
Lo que quisimos y no pudimos ser. 
Creyendo 
Que su padre, el carnicero de los ojos goteados 
Y labios delgados de pies severo, no la golpeó 
Hasta sacarle sangre, y que su madre, en fin, 
Le puso con amor, alguna vez, la mano en la cabeza.
Y en su punto supremo, a contragolpe como 
                                                    Desde un espejo, 
Rogaba a Dios 
Para que nuestros enemigos cayeran como 
                                                    Gallos apestados. 
De golpe, una por una, aquellas amadísimas 
   Imágenes 
Fueron barridas por hombres sin honor. 
Viéndolo bien 
Todo eso lo entendió esa mujer apartada, 
Ella 
La heredera del viento, a una vela. La que adivinaba 
El pensamiento, presentía la frialdad 
De las culebras 
Y hablaba con las rosas, ella, delicado equilibrio 
Entre 
La humana dureza y el llanto de las cosas.


domingo, 22 de mayo de 2011

POESÍA EN ROJO VIVO CON ELIZABETH NEIRA



Poetas del Grado Cero y la Editorial Cartonera se complace en recibir en la ciudad de San Pedrto Sula
a Elizabeth Neira, poeta chilena, quien nos acompañará los días 1 y 2 de junio de 2011, para compartir su experiencia artística en la Universidad Católica de Honduras, Campus San Pedro Sula, Casa de la Cultura de la ciudad de El Progreo, Yoro,  y en la Hoguera Literaria en la Colonia Buenos Aires, La Lima, Cortés.

sábado, 21 de mayo de 2011

Pasa Todo

Pasa el viento en las calles
igual que los enamorados
los tranvías y la vida...
Oto Rene Castillo



Pasa todo, pasa el viento.
Los caminos,
los que se aman y los que no se aman.
Los locos.
Los que gritan el tiempo a orilla de una calle
los pájaros
la música a través de la ventana
el recuerdo en la bolsa de marca
el cigarrillo
el temblor en mis piernas
los pensamientos inútiles
y los furtivos.

Las ideas que crecen en las manos encerradas de todos.
La palabra vacía.
La que dice algo
o mucho
o demasiado
la que es solo tumulto
la que hace tiritar los labios.
Pasa.
Si, todo pasa.
El silencio
la luz,
los enemigos
los amigos
los amores de junio
los de mayo
los de cualquier estación
y los que pronto se olvidan,
ĺos amores fugaces.
El orgasmo
el abrir y cerrar de ojos.
Los versos,
la metáfora
todo pasat
entre un ir y venir a ninguna parte
entre un olvido
y la mañana siguiente


Tomado del libro Maldita Poesía

jueves, 19 de mayo de 2011

Marguerite Yourcenar – María Magdalena o la salvación





Reseña

Bruselas, 1903 - isla de Mount Desert, Maine, EE UU, 1987) Escritora francesa de origen belga.

Huérfana de madre desde su nacimiento, fue llevada muy pronto a Francia por el padre (natural de Lille) que, tras impartirle una educación bastante esmerada, la llevó siempre con él, en el curso de su cosmopolita existencia, comunicándole su amor por los viajes.
Cursó estudios universitarios, especializándose en cultura clásica, y empezó a publicar diez años antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, aunque con escaso éxito. De esta primera época son las novelas Alexis o el tratado del inútil combate (1928), que comenzó a despertar el interés de la crítica: obra de corte gidiano, es una lúcida y desinhibida vivisección de un fracaso existencial; La Nouvelle Eurydice (1929), menos tensa e inspirada respectoAlexis: Denier du rêve (1934), historia de un atentado fracasado contra Mussolini, donde la violencia política ocupa el primer plano; y La mort conduit l'attelafe(1934), colección de tres cuentos.

Sus largas estancias en Grecia dieron origen a una serie de ensayos reunidos en Viaje a Grecia y llevaron a su maduración la idea originaría de Fuegos (1936), una obra esencialmente lírica compuesta de relatos míticos y legendarios. La misma dimensión mítica se deja traslucir en su colección de Cuentos orientales, publicada en 1938. El año siguiente aparece El tiro de gracia, basada en un hecho real, una historia de amor y de muerte en un país devastado durante las luchas antibolcheviques. Son importantes también varios ensayos, como Pindare (1932) y Les songes et les sorts (1938).

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María Magdalena o la salvación


Me llamo María: me llaman Magdalena. Magdala es el nombre de mi pueblo: es la pequeña comarca donde mi madre poseía unos campos, donde mi padre poseía unas viñas. Nací en Magdala. A mediodía, mi hermana Marta repartía jarras de cerveza a los obreros, en la granja; yo me llegaba a ellos con las manos vacías; bebían mi sonrisa a lengüetazos; sus miradas me palpaban como si yo fuera una fruta ya casi madura, cuyo sabor depende de un poco más de sol. Mis ojos eran dos fieras atrapadas en la red de mis pestañas; mi boca casi negra, una sanguijuela hinchada de sangre. El palomar rebosaba de palomas; el arca, de panes; el cofre, de monedas con la efigie del César. Marta se estropeaba la vista marcando mi ajuar con las iniciales de Juan. La madre de Juan tenía pesquerías; el padre de Juan tenía viñas.

Juan y yo, sentados el día de la boda bajo la higuera de la fuente, sentíamos ya sobre nosotros el intolerable peso de setenta años de felicidad. La misma música de baile se tocaría en las bodas de nuestras hijas; yo me sentía ya llena de los hijos que ellas iban a tener. Juan llegaba hacia mí desde el fondo de su infancia; sonreía a los ángeles como los niños, a los ángeles que eran sus únicos compañeros; yo había rechazado, por amor a él, los ofrecimientos del centurión romano. Juan huía de la taberna donde las prostitutas se agitan como víboras al son excitante de una flauta triste; apartaba la vista para no ver el rostro redondo de las criadas de la granja. Amar su inocencia fue mi primer pecado. No sabía yo que estaba luchando contra un rival invisible, lo mismo que nuestro padre Jacob contra el ángel, ni que la apuesta del combate era aquel muchacho de cabellos desordenados, coronados de briznas de paja y que esbozaban una especie de aureola. Yo no sabía que otro había amado a Juan antes de que yo lo amara, antes de que él me amara a mí; yo no sabía que Dios era el remedio que buscan los solitarios.

Presidía yo el banquete de bodas en el cuarto de las mujeres; las matronas me susurraban al oído consejos de alcahuetas y recetas de cortesanas; la flauta gritaba como una virgen; los tambores resonaban como corazones; las mujeres se revolcaban en la sombra, paquetes de velos, racimos de senos, y me envidiaban con voz pastosa la violenta felicidad de recibir al Esposo. Los corderos que estaban degollando en el patio chillaban como los inocentes entre las manos de los carniceros de Herodes; no pude oír, a lo lejos, el balido del Cordero ladrón. Los humos de la noche lo emborronaron todo en la habitación de arriba; el día gris perdió el sentido de las formas y colores de las cosas: no reparé en el blanco vagabundo -sentado entre los parientes pobres, en el extremo más alejado de la mesa de los hombres- que comunicaba a los jóvenes, sólo con tocarlos o con darles un beso, la horrible especie de lepra que les obliga a apartarse de todo. Yo no adivinaba la presencia del Seductor que hace parecer la renuncia tan dulce como el pecado. Cerraron las puertas, quemaron perfumes para alejar a los diablos y nos dejaron solos. Al levantar los ojos, advertí que Juan no había hecho sino atravesar su fiesta de bodas como si fuera una plaza llena de gente con motivo de alguna fiesta pública. Temblaba sólo de dolor; estaba pálido, pero de vergüenza; sólo temía un desfallecimiento del alma que lo dejara impotente para poseer a Dios.

Yo era incapaz de distinguir en el rostro de Juan la mueca del asco de la del deseo: era virgen y, además, toda mujer que ama es una pobre inocente. Comprendí más tarde que yo representaba para él la peor de las culpas carnales, el pecado legítimo, aprobado por la costumbre, tanto más vil cuanto que está permitido revolcarse en él sin rubor, tanto más de temer cuanto que no trae consigo la condenación. Había elegido en mí a la más escondida de las muchachas a quien él pudiera cortejar con la secreta esperanza de no obtenerla nunca; yo justificaba su repugnancia hacia otras presas más accesibles; sentada en aquella cama, ya no era más que una mujer fácil. La imposibilidad en que se encontraba de amarme creaba entre nosotros una similitud más fuerte que esos contrastes del sexo que sirven, entre dos seres humanos, para destruir la confianza, para justificar el amor: ambos deseábamos ceder a una voluntad más fuerte que la nuestra, entregarnos, ser cogidos, y salíamos al paso de todos los dolores para dar a luz una nueva vida. Aquella alma de largos cabellos corría hacia un Esposo. Apoyaba la frente en el cristal cada vez más empañado por su aliento; los ojos cansados de las estrellas ya ni siquiera nos espiaban; una sirvienta al acecho al otro lado de la puerta tomaba quizá mis sollozos por exclamaciones de amor. Se alzó en la noche una voz llamando a Juan por tres veces, como sucede en las casas en donde alguien va a morir: Juan abrió la ventana, se asomó para medir la profundidad de la sombra y vio a Dios.

Yo no vi más que las sábanas de la cama y las ató para hacer con ellas una cuerda; moscas de fuego palpitaban en la tierra como si fueran astros, así que él parecía sumergirse en el cielo. Perdí de vista a aquel tránsfuga incapaz de preferir una mujer al pecho de Dios. Abrí prudentemente la puerta de mi habitación, en donde nada había sucedido a no ser una huida. Salté por encima de los convidados, que roncaban en el vestíbulo y cogí de la percha el capuchón de Lázaro. La noche era demasiado oscura para ver en el suelo las huellas de las plantas divinas; las piedras en las que tropezaba no eran de aquellas que yo saltaba a la pata coja al salir del colegio; percibía las casas por primera vez, como las ven desde fuera los que no tienen hogar. Por los rincones de las callejuelas de mala fama, tornaban a rezumar los consejos en las bocas desdentadas de las alcahuetas; había vomitonas de borrachos bajo los arcos del mercado que me recordaron los charcos de vino del festín de bodas. Para escapar de la ronda, corrí a lo largo de las galerías de madera de la posada, hasta llegar al cuarto del teniente romano. Aquel bruto me abrió, borracho aún de las libaciones en mi honor a la mesa de Lázaro; sin duda me tomó por una de las rameras con quien solía acostarse. Mantuve la cara tapada con el capuchón de Lázaro; la cosa fue más fácil cuando se trató de mi cuerpo. Cuando él me reconoció, yo ya era María Magdalena.

Le oculté que Juan me había abandonado en mi noche de bodas por miedo a que se creyera obligado a verter, en el vino de su deseo, el agua insípida de su compasión. Le dejé creer que yo prefería sus brazos velludos a las manos largas y siempre juntas de mi pálido novio: le guardé el secreto a Juan de su fuga con Dios. Los niños del pueblo descubrieron dónde me encontraba y me tiraron piedras. Lázaro mandó limpiar el estanque del molino, creyendo encontrar allí el cadáver de Juan; Marta agachaba la cabeza al pasar por delante de la posada; la madre de Juan vino a pedirme cuentas del pretendido suicidio de su hijo único; yo no me defendí: me parecía menos humillante dejarles creer a todos que el desaparecido me había amado locamente. Al mes siguiente, Marius recibió órdenes de reunirse, en Gaza, con la segunda división de Palestina; no pude encontrar el dinero necesario para adquirir en el carro uno de esos puestos de tercera clase reservados desde siempre a los profetas, a los miserables, a los soldados con permiso y a los Mesías. EI posadero me contrató para limpiar los vasos: aprendí de mi patrón la cocina del deseo. Era muy dulce para mí saber que la mujer despreciada por Juan caía sin transición al último puesto de las criaturas: cada golpe, cada beso me modelaban un rostro, unos pechos, un cuerpo diferente del que mi amigo no había acariciado.

Un camellero beduino consintió en llevarme a Jaffa mediante el pago en abrazos; un marino marsellés me tomó a bordo de su barco: yo iba acostada en la popa y me contagiaba del cálido temblor del mar lleno de espuma. En un bar del Pireo, un filósofo griego me enseñó la sabiduría como si fuera un desenfreno más. En Esmirna, las larguezas de un banquero me enseñaron la dulzura que el chancro de la ostra y las pieles de los animales feroces añaden a la piel de una mujer desnuda, de suerte que fui envidiada, además de deseada. En Jerusalén, un fariseo me enseño a hacer uso de la hipocresía como si fuera un colorete inalterable. En un tugurio de Cesarea, un paralítico ya curado me habló de Dios. Pese a las súplicas de los ángeles, que sin duda se esforzaban por devolverlo al cielo, Dios continuaba errando de pueblo en pueblo, mofándose de los sacerdotes, insultando a los ricos, dividiendo a las familias, disculpando a la mujer adúltera, ejerciendo por todas partes su escandaloso oficio de Mesías.

Hasta la eternidad tiene su hora de moda: uno de aquellos martes en que sólo invitaba a gente célebre, Simón el fariseo tuvo la ocurrencia de rogar la asistencia de Dios. Yo había rodado tanto con la intención de darle, a aquel terrible Amigo, una rival menos ingenua. Seducir a Dios era quitarle a Juan su porte de eternidad, era obligarlo a recaer sobre mí con todo el peso de su carne. Pecamos porque Dios no está: como nada perfecto se presenta a nosotros, nos resarcimos con las criaturas. Cuando Juan comprendiese que Dios sólo era un hombre, ya no habría ninguna razón para que no prefiriese mis senos. Me atavié como para ir al baile; me perfumé como para meterme en una cama. Mi entrada en la sala del banquete hizo que se parasen las mandíbulas; los Apóstoles se levantaron con gran tumulto, por miedo a verse infectados con el roce de mis faldas: a los ojos de aquellas gentes yo era tan impura como si estuviera continuamente sangrando. Tan sólo Dios permanecía sentado en la banqueta de cuero: instintivamente reconocí aquellos pies desgastados de tanto andar por todos los caminos de nuestro infierno, aquellos cabellos llenos de piojos de astros, aquellos grandes ojos puros como únicos pedazos que de su cielo le quedaban... Era feo como el dolor; estaba sucio como el pecado. Caí de rodillas, tragándome mi salivazo, incapaz de añadir el sarcasmo al horrible peso del desamparo de Dios. Me di cuenta en seguida de que no podría seducirlo, pues no huía de mí. Deshice mis cabellos como para tapar mejor la desnudez de mi culpa; vacié ante él el frasco de mis recuerdos.

Comprendía que aquel Dios fuera de la ley debía haberse deslizado una mañana fuera de las puertas del alba, dejando tras de sí a las personas de la Trinidad, sorprendidas de no ser más que dos. Se había alojado en la posada de los días; se había prodigado a innumerables transeúntes que le negaban su alma, mas reclamaban de él todas las tangibles alegrías. Había soportado la compañía de bandidos, el contacto de leprosos, la insolencia de los policías: consentía igual que yo en pertenecer a todos, espantoso destino... Puso sobre mi cabeza su ancha mano de cadáver, que parecía hallarse ya sin sangre. No hacemos más que cambiar de esclavitud: en el momento preciso en que me abandonaron los demonios, me convertí en posesa de Dios. Juan se borró de mi vida, como si el Evangelista no hubiera sido para mí sino el Precursor: frente a la Pasión, me olvidé del amor. He aceptado la pureza como la peor de las perversiones: he pasado noches en blanco, tiritando de rocío y de lágrimas, tumbada en el campo en medio de los Apóstoles, como un montón de corderos enamorados del Pastor. He envidiado a los muertos sobre los que se acuestan los Profetas para resucitarlos. Ayudé al divino curandero en sus curas maravillosas: froté con barro los ojos de los ciegos de nacimiento.

Dejé que Marta trabajase en mi lugar el día de la comida de Betania, por miedo a que Juan se sentara al lado de las rodillas celestiales, en el taburete que yo habría dejado. Fueron mis lágrimas y mis gritos los que obtuvieron del dulce taumaturgo el segundo nacimiento de Lázaro: aquel muerto envuelto en vendas que daba sus primeros pasos en el umbral de la tumba era casi nuestro hijo. Le busqué discípulos, mojé mis manos pálidas con el agua de fregar de la Santa Cena; me mantuve al acecho en el «square» de los Olivos, mientras se daba el golpe de la Redención. Tanto lo quise que dejé de compadecerlo: mi amor se cuidaba de agravar ese desamparo, lo único que lo convertía en Dios. Para no arruinar su carrera de Salvador, consentí en verlo morir, a la manera de una amante, que consiente en que su amado haga un brillante matrimonio. En la sala de los pasos perdidos, cuando Pilatos nos dio a elegir entre un facineroso y Dios, grité como los demás que soltaran a Barrabás. Le vi acostarse en el lecho vertical de sus nupcias eternas; asistí al momento horrible en que lo ataban con cuerdas, al beso que dio a la esponja aún empapada de un amargor marino, a la lanzada del soldado que se esforzaba por perforar el corazón del divino vampiro, con miedo de que tornara a levantarse para chupar el porvenir. Sentí estremecerse sobre mi frente aquella dulce ave de rapiña clavada en la puerta de los Tiempos. Un viento de muerte horadaba los cielos, desgarrándolos como si fueran un velo; el mundo se vencía del lado de la noche, arrastrado por el peso de la cruz. El pálido capitán colgaba de las vergas del Tres-Mástiles, sumergido por la Culpa: el hijo del carpintero expiaba los errores que su Padre eterno había cometido en sus cálculos.

Yo sabía que nada bueno podría nacer de su suplicio: el único resultado de aquella ejecución iba a ser mostrar a los hombres que es fácil deshacerse de Dios. El Divino sentenciado a muerte sólo dejaba caer al suelo inútiles semillas de sangre. Los dados trucados del Azar saltaban inútilmente en manos de los centinelas; los harapos de la Túnica infinita no le servían a nadie para hacerse un traje. En vano vertí a sus pies la ola oxigenada de mi cabellera; en vano intenté consolar a la única Madre que ha concebido a Dios. Mis gritos de mujer y de perra no llegaban hasta mi dueño muerto. Los ladrones, al menos, compartían su misma pena: al pie de aquel eje por donde pasaba todo el dolor del mundo, yo no hacía sino estorbar su diálogo con Dimas. Levantaron escaleras, halaron cuerdas. Dios se desprendió, como un fruto maduro, dispuesto ya a pudrirse en la tierra del sepulcro. Por vez primera, su cabeza inerte descansó en mi hombro, el jugo de su corazón nos ponía las manos pegajosas, como en época de vendimias. José de Arimatea iba delante de nosotros con un farol; Juan y yo nos doblábamos bajo el peso de aquel cuerpo más pesado que el hombre; unos soldados nos ayudaron a colocar una piedra de molino tapando la entrada del sepulcro. No regresamos a la ciudad hasta que llegó el frío del sol crepuscular. Volvimos a encontrarnos, no sin estupor, con tiendas y teatros, con la insolencia de los taberneros, con los diarios de la tarde cuya página de sucesos llenaba la Pasión. Pasé la noche escogiendo mis mejores sábanas de cortesana; al llegar la mañana envié a Marta a comprar todos los perfumes que encontrase al mejor precio. Cantaban los gallos, como si quisieran refrescar el arrepentimiento de Pedro: asombrada de que llegara el día, me metí por un camino de los arrabales bordeado de manzanos que recordaban la culpa y de viñas que recordaban la Redención. Guiada por un recuerdo, ángel incorruptible, entré en aquella caverna horadada en lo más profundo de mí misma; me acerqué a aquel cuerpo como a mi propia tumba. Yo había renunciado a toda esperanza de Pascua, a toda promesa de resurrección.

No me di cuenta de que la piedra del lagar se hallaba tajada en toda su longitud a consecuencia de alguna fermentación divina; Dios se había levantado de la muerte como de un lecho de insomnio: de la tumba deshecha colgaban las sábanas mendigadas al jardinero. Era la segunda vez en mi vida que yo me hallaba ante una cama donde dormía un ausente. Los granos de incienso rodaron por el suelo del sepulcro y cayeron al fondo de la noche. Las paredes me devolvieron mi aullido de vampiro insatisfecho; al salirme fuera de mí, me di en la frente con la piedra del dintel. La nieve de los narcisos permanecía virgen de toda huella humana: los que acababan de robar a Dios caminaban por el cielo. El jardinero, encorvado hacia el suelo, escardaba un macizo de flores: levantó la cabeza bajo el sombrero de paja que formaba como una aureola de sol y de verano; caí de rodillas, llena del dulce temblor de las mujeres enamoradas que creen sentir cómo se derrama por todo su cuerpo la sustancia de su corazón. El llevaba al hombro el rastrillo que utiliza para borrar nuestras culpas; en la mano, el ovillo y las tijeras de podar que las Parcas confían a su hermano eterno. Quizá se preparase a bajar a los Infiernos por el camino de las raíces. Conocía el secreto del remordimiento de las ortigas, de la agonía de la lombriz de tierra. La palidez de la muerte permanecía en él, de suerte que parecía haberse disfrazado de lirio.

Yo adivinaba que su primer ademán sería para apartar a la pecadora contaminada por el deseo. Me sentía babosa en aquel universo de flores. El aire era tan fresco que las palmas de mis manos tuvieron la sensación de apoyarse en un espejo: mi maestro muerto había pasado al otro lado del espejo del Tiempo. Mi aliento enturbió la gran imagen: Dios se borró, igual que un reflejo sobre el cristal de la mañana. Mi cuerpo opaco no era un obstáculo para aquel Resucitado. Se oyó un crujido, puede que en el fondo de mí misma; caí con los brazos en cruz, arrastrada por el peso de mi corazón: no había nada detrás del espejo que yo acababa de romper. Me encontraba de nuevo más vacía que una viuda, más sola que una mujer abandonada. Por fin conocía toda la atrocidad de Dios. Dios me había robado no sólo el amor de una criatura, a la edad en que uno se figura que son insustituibles, Dios me había robado además mis náuseas de embarazada, mis sueños de recién parida, mis siestas de anciana en la plaza del pueblo, la tumba cavada al fondo del cercado en donde mis hijos me hubieran enterrado. Después de robarme mi inocencia, Dios me robaba mis culpas: cuando apenas empezaba a medrar en mi oficio de cortesana, me quitaba la posibilidad de seducir al César o de subir a las tablas. Después de su cadáver, me quitaba su fantasma: ni siquiera quiso que yo me embriagara con un sueño. Como el peor de los celosos, ha destruido esa belleza que me exponía a recaer en las camas del deseo: me cuelgan los pechos, me parezco a la Muerte, a esa vieja amante de Dios. Como el peor de los maníacos, sólo amó mis lágrimas. Pero ese Dios que todo me lo quitó no me lo ha dado todo. No he recibido más que una migaja de su amor infinito: compartí su corazón con las criaturas como cualquier otra. Mis amantes de antaño se acostaban sobre mi cuerpo sin preocuparse de mi alma: mi celeste amigo de corazón sólo se preocupó de calentar esa alma eterna, de suerte que una mitad de mi ser no ha dejado de sufrir. Y, sin embargo, me ha salvado.

Gracias a él no recibí de las alegrías sino su parte de dolor, la única inagotable. Me escapo de las rutinas de la casa y de la cama, del peso muerto del dinero, del callejón sin salida que es el éxito, del contento que procuran los honores, de los encantos de la infamia. Puesto que aquel condenado al amor de Magdalena se ha evadido al cielo, evito el insípido error de serle necesaria a Dios. Hice bien en dejarme llevar por la gran ola divina; no me arrepiento de haber sido rehecha por las manos del Señor. No me ha salvado ni de la muerte, ni del mal, ni del crimen, pues gracias a ellos nos salvamos. Me ha salvado tan sólo de la felicidad.


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En Fuegos
Traducción: Emma Calatayud
Madrid, Alfaguara, 9ª reimpresión, 1989


Tomado de : 

El cuerpo en que nací





GUADALUPE NETTEL
México,1973









Nací con un lunar blanco, o lo que otros llaman una mancha de nacimiento, sobre la córnea de mi ojo derecho. No habría tenido ninguna relevancia de no haber sido porque la mácula en cuestión estaba en pleno centro del iris, es decir, justo sobre la pupila por la que debe entrar la luz hasta el fondo del cerebro. En esa época no se practicaban aún los transplantes de córnea en niños recién nacidos: el lunar estaba condenado a permanecer ahí durante varios años. La obstrucción de la pupila favoreció el desarrollo paulatino de una catarata, de la misma manera en que un túnel sin ventilación se va llenando de moho. El único consuelo que los médicos pudieron dar a mis padres en aquel momento fue la espera. Seguramente, cuando su hija terminara de crecer, la medicina habría avanzado lo suficiente para ofrecer la solución que entonces les faltaba. Mientras tanto, les aconsejaron someterme a una serie de ejercicios fastidiosos para que desarrollara, en la medida de lo posible, el ojo deficiente. Esto se hacía con movimientos oculares semejantes a los que propone Aldus Huxley en El arte de ver pero también –y esto es lo que más recuerdo– por medio de un parche que me tapaba el ojo derecho durante la mitad del día. Se trataba de un pedazo de tela con las orillas adhesivas semejantes a las de una calcomanía. El parche era color carne y ocultaba desde la parte superior del párpado hasta el principio del pómulo. A primera vista, daba la impresión de que en lugar de globo ocular sólo tenía una superficie lisa. Llevarlo me causaba una sensación opresiva y de injusticia. Era difícil aceptar que me lo pusieran cada mañana y que no había escondite o llanto que pudiera liberarme de aquel suplicio. Creo que no hubo un solo día en que no me resistiera. Habría sido tan fácil esperar a que me dejaran en la puerta de la escuela para quitármelo de un tirón, con el mismo gesto despreocupado con el que solía arrancarme las costras de las rodillas. Sin embargo, por una razón que aún no logro comprender, una vez colocado nunca intenté despegarlo.

Con ese parche yo debía ir a la escuela, reconocer a mi maestra y las formas de mis útiles escolares, volver a casa, comer y jugar durante una parte de la tarde. Alrededor de las cinco, alguien se acercaba a mí para avisarme que era hora de desprenderlo y, con esas palabras, me devolvía al mundo de la claridad y de las formas nítidas. Los objetos y la gente con los que me había relacionado hasta ese momento aparecían de una manera distinta. Podía ver a distancia y deslumbrarme con la copa de los árboles y la infinidad de hojas que la conformaba, el contorno de las nubes en el cielo, los matices de las flores, el trazado tan preciso de mis huellas digitales. Mi vida se dividía así entre dos clases de universo: el matinal, constituido sobre todo por sonidos y estímulos olfativos, pero también por colores nebulosos; y el vespertino, siempre liberador y a la vez desconcertante.

El colegio era, en tales circunstancias, un lugar aún más inhóspito de lo que suelen ser esas instituciones. Veía poco, pero lo suficiente como para saber cómo manejarme dentro de aquel laberinto de pasillos, bardas y jardines. Me gustaba subir a los árboles, mi sentido del tacto superdesarrollado me permitía distinguir con facilidad las ramas sólidas de las enclenques y saber en qué grietas del tronco se insertaba mejor el zapato. El problema no era el espacio, sino los demás niños. Ellos y yo sabíamos que entre nosotros había varias diferencias y nos segregábamos mutuamente. Mis compañeros de clase se preguntaban con suspicacia qué ocultaba detrás del parche –debía ser algo aterrador para tener que cubrirlo– y, en cuanto me distraía, acercaban sus manitas llenas de tierra intentando tocarlo. El ojo derecho, el que sí estaba a la vista, les causaba curiosidad y desconcierto. De adulta, en algunas ocasiones, ya sea en un consultorio o en la banca de algún parque, vuelvo a coincidir con uno de esos niños parchados y reconozco en ellos esa misma ansiedad tan característica de mi infancia que les impide estarse quietos. Para mí, se trata de una inconformidad ante el peligro y la prueba de que tienen un gran instinto de supervivencia. Son inquietos porque no soportan la idea de que ese mundo nebuloso se les escape de las manos. Deben explorar, encontrar la manera de apropiarse de él. No había otros niños así en mi colegio, pero tenía compañeros con otro tipo de anormalidades. Recuerdo a una chica muy dulce que era paralítica, un enano, una rubia de labio leporino, un niño con leucemia que nos abandonó antes de terminar la primaria. Todos nosotros compartíamos la certeza de que no éramos como los demás y de que conocíamos mejor esta vida que aquella horda de inocentes que, en su corta existencia, aún no habían enfrentado ninguna desgracia.

Mis padres y yo visitamos oftalmólogos en las ciudades de Nueva York, Los Ángeles y Boston pero también Barcelona y Bogotá, donde oficiaban los célebres hermanos Barraquer. En cada uno de esos lugares resonaba el mismo diagnóstico como un eco macabro que se repite a sí mismo, postergando la solución a un hipotético futuro. Un verano, finalmente, el doctor John Pentley, del hospital oftalmológico de San Diego, anunció que podíamos dejar atrás el uso cotidiano del parche. Según él, mi nervio óptico se había desarrollado hasta el máximo de su capacidad. Sólo quedaba esperar a que terminara de crecer para poder operarme. Aunque han pasado ya casi treinta años desde entonces, no he olvidado ese momento. Era una mañana fresca iluminada por el sol. Mis padres, mi hermano y yo salimos de la clínica tomados de la mano. Muy cerca de allí había un parque al que fuimos a pasear en busca de un helado, como la familia normal que seríamos –o al menos eso soñábamos– a partir de ese momento. Podíamos felicitarnos: habíamos ganado la batalla por resistencia.

Por esas fechas –yo debía estar comenzando la primaria– empecé a adquirir el hábito de la lectura. Había empezado a leer un par de años atrás pero, dado que ahora tenía acceso continuo al universo nítido al que pertenecían las letras y los dibujos de los libros infantiles, decidí aprovecharlo. El paso a la escritura se hizo naturalmente. En mis cuadernos a rayas, de forma francesa, apuntaba historias donde los protagonistas eran mis compañeros de clase que paseaban por países remotos donde les sucedían toda clase de calamidades. Aquellos relatos eran mi oportunidad de venganza y no podía desperdiciarla. La maestra no tardó en darse cuenta y, movida por una extraña solidaridad, decidió organizar una tertulia literaria para que pudiera expresarme. No acepté leer en público sin antes asegurarme de que algún adulto se quedaría a mi lado esa tarde hasta que mis padres vinieran a buscarme, pues era probable que a más de uno de mis compañeros le diera por ajustar cuentas a la salida de clases. Sin embargo, las cosas ocurrieron de forma distinta a como yo esperaba: al terminar la lectura de un relato en el que seis compañeritos morían trágicamente mientras intentaban escapar de una pirámide egipcia, los niños de mi salón aplaudieron emocionados. Quienes habían protagonizado la historia se aproximaron satisfechos a felicitarme y quienes no me suplicaron que los hiciera partícipes del próximo cuento. Así fue como poco a poco adquirí un lugar particular dentro de la escuela. No había dejado de ser marginal, pero esa marginalidad ya no era opresiva.

 

 

No mucho tiempo después, a la edad de diez años, mi madre, mi hermano y yo nos fuimos a vivir al sur de Francia. Pasamos casi cinco años en Aix en Provence, una ciudad con ruinas romanas que conoció su apogeo en el siglo xv, durante la corte del rey René. La ciudad es conocida como una de las más burguesas y esnobs de ese país. Sin embargo, a pocos kilómetros del centro existen también uno o dos barrios considerados de alta delincuencia y era ahí donde nosotros teníamos nuestra casa. El barrio llamado Les Hippocampes está en una zona considerada de urbanización regional y consiste en un conjunto de edificios organizados alrededor de un estacionamiento en el que cada semana sus habitantes queman autos robados por las noches. El departamento en el que nosotros vivíamos tenía una buena vista, era luminoso, y hubiera tenido cierto encanto de no haber estado rodeado de personas conflictivas –con todas las razones del mundo para serlo pero conflictivas al fin– y, la verdad sea dicha, bastante sucias. La mayoría de ellas era de origen magrebí pero también había africanos negros, portugueses, asiáticos y gitanos asentados. Conservo algunas imágenes duras de aquella época, como la tarde en que me encontré a una joven esposa gravemente golpeada, en las escaleras que daban al segundo piso. Al principio, mi hermano y yo asistíamos a una escuela activa seguidora del método Freinet, con alumnos de diferentes clases sociales pero después, al terminar la primaria, entramos al colegio del barrio. Ahí los profesores ya no eran progresistas sino todo lo opuesto. Trataban de imponer a toda costa una disciplina para mitigar el ambiente violento y de insolencia que reinaba entre los estudiantes. Yo tenía entonces trece años. No acababa de asimilar las metamorfosis a las que se había sometido mi cuerpo. Mi ropa era anticuada y mi corte de pelo más parecido al de Spike Lee que al de Madonna (el modelo de belleza que seguían las chicas de mi clase), usaba unos lentes de pasta enormes color rosa, hablaba francés con acento latino y tenía un nombre impronunciable. Ni los nerds se me acercaban. Otra vez había vuelto a ser unaoutsider –si es que alguna vez había dejado de serlo. Para sobrevivir en semejante entorno tuve que adaptar mi vocabulario al argot (una mezcla de árabe con francés del sur) que se hablaba a mi alrededor, y mis modales a los que imperaban en el comedor del colegio. Cuando por fin estaba logrando integrarme a ese ámbito social, mi madre nos anunció a mi hermano y a mí que íbamos a regresar a México. Nuestros compañeros no serían nunca más los chicos de la banlieue sino los hijos de los empresarios, de los diplomáticos y de los franceses radicados en nuestro país que como nosotros estaban inscritos en el Liceo Franco-Mexicano.

 

2.

El objetivo del Amar es acabar con el Amor. Lo logramos a través de una serie de amores infelices o, sin el estertor de la muerte, gracias a uno que es feliz.

Cyril Connolly

 

Después de varios amores imposibles que viví durante la infancia, conocí el romance correspondido a la edad de dieciséis años. Por aquellas fechas, yo solía frecuentar el barrio de Coyoacán los fines de semana y también las pocas tardes en las que no asistía al liceo. Me identificaba mucho más con los mimos y los artesanos del Jardín Hidalgo que con los otros adolescentes de mi escuela a los que despreciaba por superficiales. R tenía cinco años más que yo y no sentía ningún remordimiento por salir con una menor de edad. Vivía en la avenida Miguel Ángel de Quevedo, era alto y delgado y de temperamento lánguido. Escribía unos poemas pacianos que a mí me parecían estupendos. Sus padres tenían la peligrosa virtud de practicar una moral tolerante y permitían que nos encerráramos durante horas en su habitación en la que terminé perdiendo la virginidad de una manera poco memorable. No me enamoré de R. Me gustaba su universo de estudiante de letras en el que los versos de Vallejo convivían con las canciones de Led Zeppelin y de Bob Dylan. Al principio, la diferencia de edad le confería un aire protector pero un par de años después terminé convenciéndome de que su naturaleza era más frágil que la mía y su exacerbada susceptibilidad terminó por ahuyentarme. Recuerdo que fue una noche, en el patio de la Casa de la Cultura Jesús Reyes Heroles, cuando le hice saber con la mayor delicadeza de la que fui capaz en ese momento –y que probablemente haya sido ínfima– que había decidido recuperar la soltería. Él reaccionó con bastante dignidad. Me dijo que lo había visto venir y que lo comprendía perfectamente. Dejamos de vernos durante algunos meses en los que apenas hablamos por teléfono para no perder el contacto. En ningún momento R me sugirió que reconsiderara mi decisión. Tampoco me dio a entender que estuviera sufriendo. Poco tiempo después recibí una llamada de su madre pidiéndome que fuera a visitarlo porque estaba enfermo. No fue sino al entrar a su habitación cuando me enteré de que dos semanas antes había intentado suicidarse saltando del cerro del Tepozteco. La persona que encontré sobre esa cama estaba fracturada tanto por dentro como por fuera –había estado en el hospital antes de que pudieran darlo de alta. No sólo su piel lastimada impedía enyesarlo, también hubo que esperar a que cerraran las heridas de algunos órganos internos y, lo que casi era peor, él, sus padres y sus amigos me hacían responsable de todos los daños y perjuicios. No sé cómo hubiera sobrevivido al horror y a la culpa naturales en una situación como aquella de no haber estado totalmente anestesiada por la marihuana que consumía regularmente en esa época. Le prometí a sus padres que regresaría a visitarlo pero la verdad es que nunca volví a poner un pie en ese departamento. Salí de su casa sin derramar una lágrima. Sin embargo, tengo la certeza de que esa entrada poco triunfal a la vida amorosa determinó mi futuro con una culpa inexpugnable que aún se manifiesta en mis sueños.

Para ese entonces, yo ya era novia de T, de quien sí me enamoré con la fuerza y la credulidad que suele tener el primer amor. T no era poeta sino narrador y su inteligencia era muy superior a la de R. A diferencia de mí, bailaba maravillosamente, comentaba con fervor las noticias de los diarios, escuchaba a Bob Marley, a Silvio Rodríguez y a Juan Luis Guerra. Presumía de haber alfabetizado en la sierra de Puebla y también de haber trabajado en Los Ángeles en la pisca de la uva, junto a cientos de braceros mexicanos indocumentados. Al contrario de lo que ocurría con R, sus padres estaban separados y para su madre habría sido la peor de las afrentas que yo pernoctara en su casa, de modo que debíamos ingeniárnoslas para encontrar un lugar donde estar solos y saciar aquella voracidad caníbal que sentíamos el uno por el otro. La clandestinidad volvió nuestro noviazgo aún más emocionante.

Al terminar el bachillerato, me inscribí en la carrera de filosofía en la universidad de Clermont Ferrand. La elección se debió a que la familia de Georges, mi reciente padrastro, tenía una casa en el centro de Francia y me ofrecía prestarme el chalet de los invitados para que pudiera realizar mis estudios en Europa. Châtel Guyon, el pueblo al que T y yo fuimos a dar, no era precisamente París y tampoco se parecía a Aix. Tenía cuatro mil habitantes y su único atractivo era un balneario de aguas termales que sólo abría los veranos, visitado principalmente por vecinos de la región.

Ese otoño duró muy poco tiempo para dejar su lugar a un invierno particularmente frío. Mientras yo estudiaba en la Universidad Blaise Pascal, T acudía a clases de francés para extranjeros, gracias a las cuales había conseguido el permiso de residencia. Todas las mañanas debíamos salir a la autopista para correr detrás del autobús que nos llevaba a la ciudad. La mayoría de las veces no lo alcanzábamos y entonces nos veíamos obligados a esperar bajo la lluvia que algún coche se apiadara de nosotros. Poco a poco, conforme aumentó el frío, mi interés por la filosofía fue disminuyendo. A T le pasó lo mismo con las clases de francés. En vez de perseguir al autobús empezamos a quedarnos en casa, donde escuchábamos los discos de Billie Holiday, Thelonious Monk, Charlie Parker y todos los músicos que aparecieran citados en Rayuela, nuestro libro de culto de aquel entonces. Con una vieja máquina de escribir, T avanzaba en la escritura de una novela. Vivimos así durante esos meses hasta la noche en que recibí una noticia inesperada: había ganado un concurso de cuento en el que me inscribí poco antes de salir de México. La premiación iba a celebrarse en Benín, un país que nunca antes había escuchado mencionar y al que debería viajar en menos de dos semanas.

 

3.

Lo que yo sabía de África negra en ese momento se limitaba a las escenas de hambruna en Etiopía o del sida en Zaire que mostraba la televisión. Imaginaba el lugar que estaba a punto de conocer como una planicie desértica, poblada de algunas tiendas y caravanas de primeros auxilios de la ONU. No lograba comprender por qué a los del Radio France se les había ocurrido organizar la premiación en ese lugar al que seguramente nadie viajaba como destino turístico. Le supliqué a T que me acompañara, no sólo porque no quería separarme de él, también porque, en el fondo, me angustiaba viajar sola a ese continente. Pero se negó. Hermético como era, nunca me dio sus razones.

Aterricé en Cotonou una tarde a finales de noviembre de 1992. Los del grupo éramos tres: Driss, un marroquí diminuto y escuálido que había obtenido el premio de teatro, Nicole, una cincuentona francesa, ignorante de toda cuestión editorial y hasta literaria, que sin embargo había logrado escribir un buen cuento, y yo, ganadora en la categoría de países no francófonos. 
Un taxi pasó a recogernos al aeropuerto y nos llevó al hotel donde nos hospedamos los cinco días que duraba el Festival de la Francofonía

Este último incluía, además de las lecturas literarias, funciones de teatro, danza y conciertos al aire libre. El segundo día asistí a la puesta en escena de una obra escrita por un joven dramaturgo beninés. El texto me sorprendió muchísimo por su habilidad para provocar y al mismo tiempo conmover a la gente. Pocas horas más tarde, durante la comida que siguió al espectáculo, tuve la oportunidad de volver a ver a ese escritor. Se llamaba Camille Adebah Amouro, era autor de varias obras de teatro y de dos poemarios en lengua francesa, aunque su idioma materno era el fon –ese era también el nombre de la tribu a la que pertenecía. Pero no fue de esto ni de su propia producción de lo que me habló esa tarde, sino de literatura mexicana. Con una familiaridad sorprendente, mencionó a Fernando del Paso, a Jorge Ibargüengoitia y a Emilio Carballido. Yo, en cambio, ignoraba hasta el nombre del mejor autor de su país. Mientras hablaba, no conseguía quitar la vista de sus pies desnudos sobre unas chanclas de plástico medio rotas, también observé el pantalón gastado bajo el cual se insinuaban sus muslos; miré con detenimiento su piel negra donde no atisbaba ni la sombra de un gen que no fuera africano; escudriñé esos ojos amarillentos y me dejé invadir por esa sensación vertiginosa que aquella tarde no habría sabido nombrar pero que ahora reconozco sin problemas como admiración-erótica-en-contexto-inapropiado. Durante el resto del viaje, Driss, Nicole y yo dejamos de interesarnos por los espectáculos del festival y permitimos que Camille nos mostrara el lado menos glamoroso de su ciudad natal. Nos subimos a los taxis y a los autobuses del pueblo, comimos sin reparos las patas y las uñas de los bueyes, los caracoles de tierra, los aguacates gigantes e insípidos comparados con los de mi país. Conducidos por él, caminamos por los mercados de comida y de artesanías, los de hierbas, los de brujería. Probamos la nuez de kola, o acuminata, que quita el sueño y confiere más energía que el café; acudimos a bares donde el suelo era de tierra, y el jazz, el mejor que había escuchado en vivo hasta entonces. A Camille le importaba mucho que viéramos las condiciones en las que vive la gente en la ciudad y también en las afueras de su país. Si pensábamos que Cotonou era semejante a una gran villa miseria, cambiamos de opinión cuando nos llevó a los barrios bajos, los que se extienden junto al pantano, donde casi toda la gente, incluidos los niños y los ancianos, incuban el virus del paludismo y caminan tiritantes, con la mirada febril y la sonrisa en la boca. Los que ya no podían ni salir esperaban en el suelo de sus covachas, cubiertos por un púdico e inservible mosquitero, la llegada liberadora de la muerte. En todos esos lugares Camille me tomaba de la mano. Así permaneció durante el resto del viaje: ni más cerca ni más lejos de mí que la distancia establecida por nuestros brazos y nuestras muñecas.

Regresé a Châtel pero ya no pude volver a la vida de antes. Recuerdo ese invierno como una larga noche sin pausas ni interrupciones y, eso sí, con muchísimos e incómodos silencios. T nunca me creyó que le había sido fiel. Siguió conmigo pero ya no de la misma manera. Aquello que había cambiado nos impidió seguir viviendo en ese lugar. Regresamos a México. A pesar de mi insistencia, no volvimos a vivir juntos.

Al final de 1993 viajé con unos amigos a una playa de Guerrero cuyo nombre no recuerdo. T apareció el 31 de diciembre. Pasamos la noche barajando recuerdos junto a una fogata. Al día siguiente me desperté a las seis de la mañana y, todavía adormilada, entré al mar. Quería que el baño fuera una limpia espiritual de todo lo que necesitaba dejar atrás en ese momento. Frente a las olas apacibles de un océano que por una vez hacía honor a su nombre, invoqué a las fuerzas superiores –fueran cuales fueran– y les pedí un giro inmenso que me sacara del pozo en el que estaba viviendo. A esa misma hora, varios kilómetros más al sur de la república mexicana, se levantaba en armas el EZLN, pero yo no lo supe sino un par de días más tarde, cuando salí de esa playa semidesierta y volví a la civilización.

 

4.

Aquella coincidencia fue capital. La interpreté como un signo del destino o de esas instancias a las que había pedido auxilio. Por eso me uní sin ninguna reserva a los grupos de estudiantes que en ese entonces se organizaban para llevar ayuda humanitaria a los indígenas de Chiapas. Estuve vinculada al movimiento estudiantil desde la primera caravana, que intitulamos Ricardo Pozas, hasta la tercera que, según recuerdo, ya no tenía ningún nombre. En el mes de marzo de 1994 decidí vivir unos meses en San Cristóbal de Las Casas para ayudar en la curia de Samuel Ruiz. Mi trabajo consistía en clasificar medicamentos y en algunas tareas de oficina en el dispensario. Con mucha frecuencia pasaba por ahí Celso Santajuliana, un amigo escritor que preparaba una novela acerca del Ejército Zapatista. Celso me propuso que lo acompañara a la selva. Una persona cercana al movimiento, y al tanto de ese viaje, me encargó que transportara una impresora que el Subcomandante Marcos estaba requiriendo. No recuerdo bien si subimos en autobús o en coche hasta San Miguel Ocosingo –creo que fue en la camioneta de una asociación de ayuda humanitaria–, lo que sí recuerdo claramente es que cruzamos la frontera entre el estado de Chiapas y el territorio zapatista de noche, como quien atraviesa el umbral entre un mundo cotidiano y otro extraordinario y sorprendente. Ese trayecto lo hicimos en el Volkswagen de una periodista de La Jornada, quien –lo supimos meses después– resultó ser la novia del Sub. Desde ese momento, la presencia de indígenas jovencitos vestidos de milicianos, cubiertos con el emblemático pasamontañas, empezó a ser muy notoria. El coche se detuvo en un viejo granero. Dos zapatistas nos informaron que pasaríamos la noche ahí, mientras llegaba el permiso para que siguiéramos avanzando. Recuerdo muy bien la sensación aprensiva que tuve al tenderme en aquella choza, con la bolsa de dormir sobre un suelo de tierra. A mis espaldas, un costal de maíz donde se escuchaba con claridad la presencia de varias ratas, pero el cansancio era tan grande que me dormí de inmediato. Debían de ser las dos o tres de la mañana cuando me despertó la luz de una linterna que apuntaba directamente hacia mis párpados. Una voz masculina me preguntó “¿Eres tú la ceuísta?” Abrí los ojos. El hombre que me había despertado llevaba un reloj en cada mano y estaba a punto de encender su inconfundible pipa. Las otras personas que dormían en el granero se fueron incorporando. Dos de ellas se identificaron como periodistas estadounidenses de un diario de San Francisco. El Subcomandante Marcos me hizo varias preguntas acerca de las intenciones de los estudiantes: hasta dónde estábamos dispuestos a llegar, qué pensábamos de la situación política en el país y cuál era nuestra posición ante el EZLN. Era difícil responder en nombre de los estudiantes. Después de un momento de charla, le pregunté si había escuchado el disco que Silvio Rodríguez había lanzado recientemente. Como no lo conocía, le propuse cantarle una canción, aquella que para mí sigue constituyendo el soundtrackde toda esa época y que lleva por título “El necio”. Marcos escuchó atentamente y sin interrumpir. Volví a ver al Sub después de varios meses, cuando, bajo una lluvia torrencial, se celebró en Aguascalientes, Chiapas, la Convención Nacional Democrática que Juan Villoro reseñó estupendamente en un texto titulado “Los convidados de agosto”.

Al terminar la convención, cuatro amigas –compañeras, decíamos en ese entonces– y yo permanecimos en Aguascalientes para desarrollar un proyecto que los zapatistas nos habían encomendado: la biblioteca de la selva. Meses atrás habíamos recolectado toneladas de libros en casas de diversos intelectuales y en instituciones públicas y privadas, así como un par de mesas, anaqueles, archiveros y sillas de oficina. Había llegado el momento de instalar ese material y sobre todo de organizar los libros. Debo reconocer que nuestro trabajo una vez in situ fue bastante deficiente. Supongo que ninguna de nosotras tenía idea de cómo levantar una biblioteca.

A pesar de todo ese furor militante, mi interés por la literatura no había mermado. Es verdad que entonces leía mucho más de lo que era capaz de escribir pero seguía pensando que tarde o temprano iba a tener la oportunidad de sentarme a hacerlo. Durante un viaje a la ciudad de México me atreví a solicitar una beca de Jóvenes Creadores. Me la dieron. Como sucede cada año, los resultados de esos estímulos se publicaron en los diarios nacionales y fue de esa manera que la comandancia del EZLN se enteró de esa beca antes de mi regreso a Chiapas. Apenas puse un pie en Aguascalientes, el Sub me hizo saber que alguien vinculado de cerca con el EZLN no podía recibir un apoyo del gobierno. Le dije que el estímulo se pagaba con el dinero de los impuestos mexicanos, al igual que mi educación en la UNAM. ¿Cómo podía estar de acuerdo con una y no con otra? Su explicación me resultó incomprensible. Después de intentar en vano contestar a la pregunta más vertiginosa que se le puede hacer a una persona de veinte años, “¿Cuál es exactamente tu proyecto de vida?”, acordamos que volvería a México para pensarlo. Me pidió que saliera en ese mismo momento de Aguascalientes y que esperara en Guadalupe Tepeyac la llegada del autobús que me llevaría a San Cristóbal.

Vladimir Nabokov describe su paso del ruso al inglés como una hazaña comparable a quien, en mitad de la noche, camina de un pueblo a otro alumbrado únicamente por una miserable vela. Esa noche, la más oscura que he visto en mi vida, los zapatistas me impusieron un extraño rituel de passage. Tuve que cruzar el cerro ayudada con una pequeña linterna. A mi alrededor, los ruidos de todos los animales de la selva y alguna que otra pisada. Cuando llegué, descubrí que Marcos había caminado conmigo hasta la comunidad, quizá pensando que me perdería. Se despidió a lo lejos sin decir nada más.

Pasé más de treinta horas en Guadalupe Tepeyac esperando el autobús en cuestión. Los amigos que tenía ahí me recibieron con gusto y aligeraron mi espera. Llevaba pocos días en el D.F. cuando los noticieros de la televisión anunciaron un despliegue militar en esa parte del estado. Fue un golpe muy bajo. Lo que fulminó mi ánimo no fue que se publicara la identidad del Subcomandante sino la destrucción de cada casa, cada granero, cada letrina, cada salón de clases y cada cama de hospital de aquella comunidad amiga que antes llevaba un nombre similar al mío y hoy ya no figura en ningún mapa. ¿Dónde estará esa gente?, ¿habrá sobrevivido a la entrada del ejército?, ¿habrán logrado construir otro pueblo? No tengo la menor idea. Desde ese momento, el EZLN se replegó estratégicamente. Nunca volví a pisar el territorio zapatista. Me sigo preguntando si su existencia es realmente geográfica o si es algo que se lleva por dentro, como un sueño recurrente o una existencia paralela.

Pasé todo el año de 1996 en Montreal. Mi mente estaba llena de experiencias chiapanecas aún sin asimilar y fue en esas condiciones que empecé la redacción del primer borrador de El huésped, que en aquel entonces llevaba por título de trabajo La cosa nostra. La euforia militante o la zapaterapia, como algunos la llamaban, había quedado atrás y en su lugar volvió a instalarse la tristeza y la decepción de antes.

 

5.

Gracias a una beca del gobierno francés, por fin logré instalarme en París. Conseguir un departamento ahí es algo sumamente difícil y cuando por fin encontré uno que se ajustaba a mi presupuesto, lo alquilé sin el menor miramiento. Tuve suerte: el lugar tenía dos ambientes, además de una cocineta y un baño. Se encontraba en el Boulevard de Ménilmontant, justo enfrente del cementerio Père Lachaise.

Pasé una primera etapa de romance con la ciudad, sus librerías y sus fiestas, reencontrándome con otros ex alumnos del liceo con quienes hice una buena amistad. Sin embargo, pasados algunos meses se me agotó el entusiasmo por mi nueva vida. Empecé a pasar más tiempo en el departamento. Lo único que llamaba mi atención genuinamente era el espectáculo que me ofrecía la ventana, el bulevar, sus coches, las escenas familiares o los pleitos de los borrachos. Con el paso del tiempo, el cementerio se fue convirtiendo en mi mayor fuente de distracción y también de aprendizaje. Los domingos o los sábados por la mañana me sentaba a tomar café y a mirar los entierros desde mi ventana. Aquel paisaje, aunado a la depresión que llevaba encima desde hacía varios años, acabó por producir un efecto asfixiante. No conseguía dormir correctamente. Salir a la calle me resultaba cada vez más amenazador. Tenía la certeza de que tanto en las banquetas como en la universidad, en el metro y en el supermercado, todos los franceses me juzgaban y, a pesar de mis esfuerzos, yo no lograba aprobar el escrutinio de nadie. Una timidez galopante se fue apoderando de mi persona y, lo que es peor, terminé interiorizando a esos jueces imaginarios de modo que ni siquiera en casa podía liberarme de ellos. No veía a casi nadie a menos de que fuera necesario. Estudiar en semejantes condiciones era casi imposible. La angustia con la que despertaba cada mañana me llevó a pensar muy en serio, y en más de una ocasión, en saltar por la ventana y mudarme al barrio de enfrente. Una tarde llamó por teléfono una antigua conocida. Me contó que estaba viviendo en Montpellier y que debía ir a París para resolver un trámite migratorio. Llamaba para pedirme hospedaje. No sé por qué acepté recibirla. Su visita coincidió con la fecha de mi cumpleaños, ella no lo supo nunca pero me ofreció el único regalo que recibí en esa ocasión. Se trataba de un libro tibetano sobre el arte de morir.

El budismo me atrajo de inmediato. Gracias a esa filosofía, la vida empezó a parecerme, si no digna de disfrutar, al menos más soportable. Rápidamente, las lecturas del budismo y sus prácticas se convirtieron en mi principal tema de interés. Invertí todo mi dinero en viajar a diferentes ciudades en busca de conferencias, cursos, enseñanzas de lamas vinculados con Occidente. Hice un largo viaje a la India y me volví afecta a un centro de retiro en el sur de Francia habitado por monjes y otras personas que han decidido apartarse del mundo. Cuando volvía a París caía presa de un cuestionamiento incesante. Después de dudarlo mucho, decidí abandonar mis estudios. Fue como tirar una bomba en la casa familiar. Mi madre y su marido se escandalizaron y lo mismo ocurrió con mi director de tesis. Para ellos era la confirmación de que había perdido definitivamente la cabeza y que estaba decidida a escapar de la realidad por la vía enajenante de la religión y el misticismo. Fue en medio de esa incertidumbre que empecé a escribir un nuevo cuento, como para demostrarme que todavía era capaz de hacerlo. Me aferré a él como quien busca en la escritura automática las claves de su existencia. Lo titulé “Bonsái”.

Había leído pocas semanas antes la biografía de Allen Ginsberg y me sentía particularmente inspirada por unas líneas que escribió justo antes de decidirse a dejar su trabajo de publicista y a enfrentar su enamoramiento hacia Peter Orlovsky:

 

Yes, yes,

      that’s what

I wanted,

      I always wanted,

I always wanted,

      to return

to the body

      where I was born.

 

Yo también quería salir, aceptarme a mí misma, aunque en ese entonces aún no sabía con exactitud cuál era el clóset que quería abandonar. ~

 

 



TOMADO DE LETRAS LIBRES

Mientras escribo

  Mientras escucho este playlist (194) Relaxing Soul Music ~ lets share music ~ Chill Soul Songs Playlist - YouTube Escribo sumergida en el ...