sábado, 7 de marzo de 2009

Cesar Vallejo, selección de poemas

Ilustración de Valentín Serov

Ausente

¡Ausente! la mañana en que me vaya
más lejos de lo lejos, al Misterio,
como siguiendo inevitable raya,
tus pies resbalarán al cementerio.

¡Ausente! La mañana en que a la playa
del mar de sombra y del callado imperio,
como un pájaro lúgubre me vaya,
será el blanco panteón tu cautiverio.

Se habrá hecho de noche en tus miradas;
y sufrirás, y tomarás entonces penitentes
blancuras laceradas. ¡Ausente!

Y en tus propios sufrimientos
ha de cruzar entre un llorar de bronces
una jauría de remordimientos.



Entre el dolor y el placer...

Entre el dolor y el placer median tres criaturas,
de las cuales la una mira a un muro,
la segunda usa de ánimo triste
y la tercera avanza de puntillas;

pero, entre tú y yo, sólo existen segundas criaturas.
Apoyándose en mi frente, el día conviene en que,
de veras, hay mucho de exacto en el espacio;
pero, si la dicha, que, al fin, tiene un tamaño,
principia, ¡ay! por mi boca,

¿Quién me preguntará por mi palabra?
Al sentido instantáneo de la eternidad
corresponde este encuentro investido de hilo negro,
pero a tu despedida temporal,
tan sólo corresponde lo inmutable,
tu criatura, el alma, mi palabra.



La violencia de las horas

Todos han muerto.
Murió doña Antonia, la ronca,
que hacía pan barato en el burgo.
Murió el cura Santiago,
a quien placía le saludasen los jóvenes y las mozas,
respondiéndoles a todos, indistintamente:
"¡Buenos días, José! ¡Buenos días, María!"
Murió aquella joven rubia, Carlota,
dejando un hijito de meses,
que luego también murió, a los ocho días de la madre.
Murió mi tía Albina,
que solía cantar tiempos y modos de heredad,
en tanto cosía en los corredores,
para Isidora, la criada de oficio,
la honrosísima mujer.
Murió un viejo tuerto, su nombre no recuerdo,
pero dormía al sol de la mañana,
sentado ante la puerta del hojalatero de la esquina.
Murió Rayo, el perro de mi altura,
herido de un balazo de no se sabe quién.
Murió Lucas, mi cuñado en la paz de las cinturas,
de quien me acuerdo cuando llueve
y no hay nadie en mi experiencia.
Murió en mi revólver mi madre,
en mi puño mi hermana y mi hermano en mi víscera sangrienta,
los tres ligados por un género triste de tristeza,
en el mes de agosto de años sucesivos.
Murió el músico Méndez, alto y muy borracho,
que solfeaba en su clarinete tocatas melancólicas,
a cuyo articulado se dormían las gallinas de mi barrio,
mucho antes de que el sol se fuese.
Murió mi eternidad y estoy velándola.



Los dados eternos

Para Manuel González Prada,
esta emoción bravía y selecta, una de las que,
con más entusiasmo,
me ha aplaudido el gran maestro.


Dios mío, estoy llorando el ser que vivo;
me pesa haber tomádote tu pan;
pero este pobre barro pensativo
no es costra fermentada en tu costado:
¡tú no tienes Marías que se van!

Dios mío, si tú hubieras sido hombre,
hoy supieras ser Dios;
pero tú, que estuviste siempre bien,
no sientes nada de tu creación.
¡Y el hombre sí te sufre: el Dios es él!

Hoy que en mis ojos brujos hay candelas,
como en un condenado,
Dios mío, prenderás todas tus velas,
y jugaremos con el viejo dado...
Tal vez ¡oh jugador!
al dar la suerte del universo todo,
surgirán las ojeras de la Muerte,
como dos ases fúnebres de lodo.

Dios míos, y esta noche sorda, obscura,
ya no podrás jugar, porque la Tierra
es un dado roído y ya redondo
a fuerza de rodar a la aventura,
que no puede parar sino en un hueco,
en el hueco de inmensa sepultura.



Los heraldos negros

Hay golpes en la vida, tan fuertes...¡Yo no sé!

Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... ¡Yo no sé!

Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas;
o lo heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre... ¡pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!

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